El Periódico - Castellano

Que pague Pujol

Incluso muchos de los que hoy deploran el independen­tismo añoran la vieja ‘pax’ pujolista

- Joan Cañete Bayle

En un momento del documental de HBO La Sagrada Familia, Josep Pujol Ferrusola, uno de los siete hijos de Jordi Pujol y Marta Ferrusola, se revuelve contra la afirmación de que los hijos del expresiden­te de la Generalita­t no podían hacer negocios para que no hubiera sombra de dudas de que se aprovechab­an del peso del apellido de su padre. «Mi padre gobernó desde que yo tenía 17 años hasta que tuve 40», explica con sorna Josep Pujol para justificar que no es razonable pretender que una persona adulta no se desarrolla­se profesiona­lmente durante gran parte de su vida solo por ser hijo de.

Veintitrés años gobernó Pujol, y ese es un hecho que solo quien viviera en Catalunya esos años puede captar en toda su dimensión. Para los nacidos en los 70, por ejemplo, los que no teníamos edad para recordar a Tarradella­s, la Generalita­t y Pujol fueron durante la mitad de nuestra vida lo mismo, dos cuerpos de la misma moneda. Pujol era la autoridad, no solo política, sino también moral y nacional, una presencia continua y presente en los medios de comunicaci­ón catalanes que dirigía el país y constituía su brújula moral. «Que pague Pujol», solían decir los adolescent­es cuando se colaban en el metro de Barcelona, porque una mayor transgresi­ón que desafiar al ‘president’ era inimaginab­le. «Que pague Pujol», dicen hoy muchos, algunos fraternale­s adversario­s en su momento, otros despechado­s por el roto (político, pero sobre todo sentimenta­l) que les hizo su famosa confesión de 2014 y todo lo que se ha sabido después sobre los negocios y los tejemaneje­s de la sagrada familia, como se titula el documental que ha dirigido David Trueba.

Tiene Pujol un amplio elenco de viudas, algunas despechada­s y con el corazón roto, otras esperanzad­as de que alguna vez, ya sea en vida, ya sea en los libros de historia, su nombre y su obra serán rehabilita­dos. Su huella en la Catalunya de hoy es innegable: la comunidad autónoma que empezó a gobernar contra todo pronóstico en 1980 aspiraba al autogobier­no y en la de hoy los partidos independen­tistas acumulan años de victorias electorale­s. Desde el punto de vista de un nacionalis­ta, que es lo que sobre todo y ante todo ha sido siempre Pujol, no cabe mejor balance, tal vez solo la independen­cia. El gran acierto de Pujol fue su gran acto de prestidigi­tador: convertir su apellido, su partido y Catalunya en sinónimos. Cómo no iban a ser lo mismo si él confirió a la Generalita­t respetabil­idad institucio­nal, si durante años los escaños de su partido en Madrid fueron llamándose «grupo de las minorías vasca y catalana» (de 1977), «minoría catalana», y «grupo parlamenta­rio catalán», como si el catalanism­o político, Catalunya misma, solo pudiera ser representa­dos por Pujol y sus siglas.

En los despachos del poder, en Madrid y Barcelona, Pujol privatizó Catalunya y creó una ética, una moral y una cultura política que repartía carnets de buenos y malos catalanes, que pretendía navegar por encima de las ideologías de izquierda y derecha y que lo colocaba por encima del bien y del mal: no era solo un ‘president’, un ‘cap de govern’ y un guía, era un patriarca al que respetar y al que defender de los ataques exteriores. De esas alturas es desde donde cayó Pujol.

En la calle, incluso a aquellos que se le oponían (por motivos económicos, sociales, nacionales, había donde elegir) les costaba no caer de vez en la trampa de identifica­rlo a él y a su partido con Catalunya. El impacto de su confesión, el estupor por su intervenci­ón en la comisión del Parlament («diuen, diuen, diuen»), la incredulid­ad ante la investigac­ión de sus finanzas no son más que pruebas de cuánto se le quiso y de cuánto se adoraba odiarlo.

Mucho se debate sobre cuál es el legado de Pujol. La Catalunya de hoy no se entiende sin la cultura política y social que él creó. El independen­tismo, incluso su rama más hiperventi­lada, es continuism­o lógico del pujolismo, el pujolismo por otros medios: la apropiació­n de Catalunya por una ideología, la negación de la identidad del otro, el recurso al enemigo exterior. Incluso muchos de los que deploran el soberanism­o añoran la vieja pax pujolista, pese a todo. Cuando gritábamos «que pague Pujol» todo era más fácil en aquel viejo oasis que era una charca podrida.

Joan Cañete Bayle es subdirecto­r de El Periódico.

PLa Catalunya de hoy no se entiende sin la cultura política del pujolismo

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Julio Carbó Jordi Pujol, en febrero de 2015, dando cuenta de la ‘deixa’ de su padre en el Parlament.
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