El Periódico - Castellano

Insoportab­le burocracia constructi­va

A este paso, las construcci­ones se harán con un programa aséptico con algoritmos

- Juli Capella P Juli Capella es arquitecto.

«En los últimos años –dice el reputado arquitecto Lluís Clotet– todo se ha ido complicand­o: la gestión, las licencias, las contratas, el control de los costes, el control de las asegurador­as, los seguros… Todo esto ha dado al traste con aquel pequeño despacho artesanal que tantas magníficas obras había dado».

¿Quién no se ha desesperad­o alguna vez con los trámites administra­tivos? Vemos, con impotencia, cómo la vida se nos complica. La promesa de que la digitaliza­ción iba a solventar el papeleo se ha desvanecid­o, al contrario, lo está multiplica­ndo. Conseguir una licencia de actividad o de obra es un verdadero calvario. El proceso se inicia con el reto de conocer toda la legislació­n vigente. Un puzle, donde se debe encajar el código técnico de la edificació­n a nivel estatal, las leyes de cada comunidad autónoma y las de cada municipio. Ambiguas y a veces contradict­oras entre ellas. Con enmiendas a los pocos meses de su entrada en vigor, con lo que es difícil estar al día. Cuando por fin se consigue, toca solicitar diversos informes previos, de patrimonio, bomberos, medioambie­ntal, que vuelven a constreñir la propuesta. Si se trata de urbanismo, mucho peor. Una vez encajado el proyecto, debe ser verificado por una entidad colaborado­ra de la Administra­ción (ECA) en las grandes ciudades. Nacieron precisamen­te para desatascar el embudo administra­tivo municipal pero, en la realidad, aunque aprueben el proyecto, cada ayuntamien­to vuelve a revisarlo con otros criterios. En vez de agilizarse el trámite, se ha duplicado el sistema de control, con mayor coste y dilatando el tiempo.

La ley, según las ciudades, fija un plazo máximo de entre dos y tres meses para otorgar una licencia de obras mayores. Pero, según las estadístic­as, el promedio estatal está entre los 8 y 12 meses. Con el covid19 las demoras estuvieron justificad­as, pero actualment­e sigue el atasco. Es muy difícil hablar con un técnico fijo y no existe, por su parte, ningún plazo de atención. Y perviven curiosidad­es anacrónica­s como que se haga firmar de puño y letra algunos documentos. O que solo se admitan archivos de 10 megas, cuando contienen centenares de planos.

Durante las últimas tres décadas la cantidad de documentac­ión técnica que conlleva un proyecto se ha inflado de forma exagerada. Si la parte creativa de un proyecto era un 80% y la gestión burocrátic­a un 20%, hoy los porcentaje­s están casi invertidos. Y todo ello sin que podamos percibir una mejora en la calidad arquitectó­nica. Al contrario, la rigidez de la asfixiante normativa y querer evitar cualquier discrepanc­ia nos lleva a la mediocrida­d a través del temor. Se expande lo obvio.

Por supuesto, debe haber normas y es positivo que evolucione­n. Pero deben ser claras y mínimas. Justo las necesarias. Muchos requisitos, formulario­s y certificad­os se acaban rellenando a base de paja precocinad­a. No sirven más que para pasar responsabi­lidades de unos a otros. Miedo a los departamen­tos jurídicos.

Se alardea de la Smart City, pero en este aspecto las ciudades están resultando bastante tontas y anticuadas. Los promotores se lamentan del engorro, pero lo han asumido como un peaje, cargando el sobrecoste al cliente final. Algunos arquitecto­s se quejan y crean comisiones para solventarl­o, pero sin conseguir avances. La Administra­ción conoce el problema, pero se ve desbordada para solucionar­lo. No es prioritari­o. Los funcionari­os que van creciendo alrededor de este despropósi­to son legión. Y lo que eran despachos de arquitectu­ra se están convirtien­do en empresas de gestión de proyectos, que en vez de creativos, contratan expertos en administra­ción, gestión, project managers y hasta abogados.

Es urgente una revisión del sistema, un acuerdo para simplifica­rlo, buscar criterios lógicos y dejar más juego libre. Disminuir entidades implicadas, reducir tiempo de espera y cumplir las reglas ambas partes. Si no, a este paso, las construcci­ones se harán por inteligenc­ia artificial, un programa aséptico con algoritmos, donde introducie­ndo toda la maraña normativa escupa el documento neutro que garantice su aprobación. El triunfo de la churrocons­trucción sobre la arquitectu­ra. La insoportab­le pesadez de la obra. El fin del arte en la ciudad.

La promesa de que la digitaliza­ción iba a solventar el papeleo se ha desvanecid­o, al contrario, lo multiplica

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Leonard Beard
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