Nubes de azúcar K-pop
Llenaron las gradas del Palau Sant Jordi con corazones de color pastel cuqui (agitados por sus ardientes fans, llamados blinks, que agotaron las 18.000 entradas), pero les gusta decir que tienen un fondo un poco turbio y malote, y mezclan la tonada superpop y el arañazo empoderado: «Somos unas perras que no puedes manejar», cantaron dulcemente este lunes en Pretty savage las chicas de Blackpink, el fenómeno surcoreano que mira de tú a tú a sus equivalentes masculinos de BTS, desplazando un poco más hacia oriente la moderna noción de pop global. Si hace tres años debutaron en Barcelona, en el mismo Sant Jordi, registrando algo más de media entrada, esta vez el de Jennie, Jisoo, Lisa y la rubia (de bote) Rosé fue un paseo triunfal. Público venido de toda Europa (solo seis ciudades elegidas), acampadas en la Anella Olímpica desde la noche anterior y tropas de progenitores vigilantes.
No hay que temer, todo está muy controlado en Blackpink (también las fotos para la prensa, vetadas sin miramientos), y lo suyo no invita al tumulto sino a un deleite ordenado. Canciones que son montañas rusas de ganchos y gags, trofeos generacionales escritos por un gurú que casi les dobla en edad (Teddy Park), como How you like that, que abrió el baile con un beat imperial.
Fue la enésima reinvención de la fantasía pop para adolescentes, con cambios de escena (jardín encantado, pasarela futurista, fugaz foco para el grupo de músicos) y coreografías en cascada (con 14 bailarines). Y unos recursos musicales que, pese a abrevar en muchas fuentes sin disimulo (hit makers de la escuela sueca, aparato EDM, sutiles guiños a la rítmica del r’n’b y el hiphop), se compactan en artefactos muy funcionales y, a veces, bastante apetitosos.
Todo está pensado para que se te pegue al paladar como una nube de azúcar: trabalenguas como los de Kill this love («rum-pum-pum»),
Pink venom («ratata») y esa apoteosis llamada
Ddu-du ddu du. A ver, saben que en coreano no llegarán muy lejos y lo mezclan con el inglés (y la fusión de ambos, el konglish), sabia decisión, a la que dan un toque resultón con su gusto por el efecto onomatopéyico.
Veintitantos años después de Spice Girls, Blackpink bien pueden ser hijas de aquel girl power, aunque mientras las inglesas cantaban que la amistad era más duradera que el amor, y se adelantaron en la enmienda al canon del objeto sexual, las coreanas quieren lucir seductoras sin descanso y se libran a la guerra de sexos (a su manera, un tanto lánguida). «A veces me gusta jugar sucio / como hacen todos los tíos», cantaron en Tally, tratando de sonar amenazantes.
Hubo escenas de lucimientos solistas, cortinas de vídeo ensoñadoras y llamaradas que harían felices a Rammstein. Citas a ese segundo disco que mantiene el tirón (el muy conciso Born pink: ocho canciones, 24 minutos) y, al final, sus primeros éxitos, de cuando aún no habían cumplido los 20, como la muy naíf Stay, de 2016. Hasta para un grupo como Blackpink pasa el tiempo.
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