El Periódico - Castellano

Vidas truncadas por la guerra de Putin

Decenas de miles de rusos se ven obligados a vagar por la Unión Europea, de un país a otro, tras huir de Rusia para no participar en una contienda que consideran «criminal».

- MARC MARGINEDAS

Sabían que vivían en un país diferente. Pero intentaban abstraerse de la ingrata realidad concentrán­dose en sus quehaceres profesiona­les, en la mayoría de los casos de alta responsabi­lidad y elevada cualificac­ión, y rodeándose de amistades que, como ellos, eran críticos con la evolución política del régimen de Vladímir Putin. La guerra, sin embargo, ha supuesto un terremoto para estas vidas bien encarrilad­as hasta fecha reciente, materializ­ando uno de los temores que llevaban años albergando: que, debido a las derivas del Kremlin, un día se viesen obligados a abandonar el país, teniendo que empezar desde cero en algún rincón del mundo.

Anatoli, Vitali, Yevgueni, son los nombres ficticios de tres rusos que han huido de la Federación debido a la guerra. Ira Zvidrina es la identidad real de una mujer de la misma nacionalid­ad que no tiene miedo a mostrarse en público pese a carecer de estatus legal en España. Los cuatro intentan iniciar una nueva vida en el extranjero abominando de un conflicto armado que consideran «criminal»; los cuatro deben afrontar la sospecha de los países de acogida, agarrándos­e, a trancas y a barrancas, a los escasos resquicios legales que se les ofrecen en la UE a los ciudadanos de su país para emigrar.

El caso de Vitali raya lo heroico. Salir de Rusia le resultó fácil, tras obtener un visado Schengen en la legación española en Moscú. «España era el país que ofrecía mayor periodo de estancia; además, los requisitos no eran tan estrictos», explica a través de Telegram. Pero a partir del momento en que cruzó la frontera, comenzó una suerte de gincana internacio­nal que le ha llevado a Finlandia, Suecia, Dinamarca y Alemania, entre otros países, obligándol­e a pasar noches enteras en el interior de su vehículo, casi a la intemperie, con tan solo 100 euros en el bolsillo. «No puedo permitirme un hotel», apunta. «Aunque mi hermana vive en Alemania, he venido a España para pedir estatus de refugiado político» por ser la nación que expidió el visado, explica desde un punto indetermin­ado en una carretera de la periferia barcelones­a.

Con un trabajo de programado­r en Moscú bien remunerado, ya en 2014, con la anexión de Crimea y el inicio de la guerra del Donbás, pensó en emigrar. La invasión rusa no le dejó ninguna opción. «Mi madre es ucraniana, y vivía en Járkov cuando empezaron los bombardeos; está ahora en Alemania, es mayor y necesita mi ayuda», apostilla.

Cargo de responsabi­lidad

Yevgueni, homosexual y con un cargo de responsabi­lidad en Garage, una de las galerías de arte moderno más importante­s de la capital, en los últimos años había conseguido evadirse de lo que sucedía a su alrededor refugiándo­se en su trabajo y su círculo de amigos. El inicio de la guerra acabó por arruinar este precario equilibrio personal sostenido por alfileres. «Cada día recibíamos noticias terribles; rumores de movilizaci­ón, nuevas leyes restrictiv­as hacia los gays, incluso mi trabajo estaba en el aire, dado que la crisis podría reducir el presupuest­o para el museo», explica por teléfono desde Israel. Para recuperar el aliento, decidió tomarse unas vacaciones en Europa, gracias a un visado Schengen concedido tiempo ha y que le permitía viajar como turista a la UE. Fue entonces, cuando se hallaba en Riga, la capital de Letonia, y se disponía a cruzar la frontera terrestre y a regresar a su país, cuando se produjo la noticia de la movilizaci­ón parcial decretada por Putin. Tras vagar por varios países y recalar en Tel Aviv para no violar los términos de su visa turística, ha solicitado un visado humanitari­o en Alemania que, una vez concedido, le permitirá trabajar e iniciar los trámites de residencia.

En cuestión de pocos meses, Ira Zvidrina ha pasado de realizar un trabajo que le generaba una gran satisfacci­ón personal en un internado moscovita para adultos con problemas de integració­n social a limpiar casas o pasear perros en Barcelona. «Yo quería irme desde hace tiempo, pero me salió este trabajo, que me permitía ayudar a cambiar Rusia (un país donde las minusvalía­s son ignoradas por el Estado) y decidí quedarme», relata, también a través de Telegram.

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Zurab Kurtsikidz­e / Efe Ciudadanos rusos cruzan la frontera en Georgia, en septiembre.

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