El Periódico - Castellano

Falsa princesa busca castillo

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Como aquel titular sobre Lola Flores que The New York Times jamás publicó («Ni canta ni baila pero no se la pierdan»), Belén Esteban (Madrid, 49 años) representa como nadie en este país el triunfo de lo inexplicab­le y el ejemplo de cómo la intrascend­encia puede salir victoriosa frente a una derrotada mayoría que considera un oprobio la vulgaridad y la irrelevanc­ia frente a lo intelectua­lmente aceptable. Y en efecto, Belén Esteban, bautizada como princesa del pueblo por los mismos medios que llevan denostándo­la desde hace casi 30 años, ni canta ni baila, no se le conoce otro oficio que el de aparecer en platós a perorar sobre la banalidad (su vida, la de otros, la de sus exparejas, la de las parejas de sus exparejas, la de quienes tratan de ser como ella, etcétera), de lo que deducimos que es su profesión y por lo cual tributa; y, sin embargo, es tal la capacidad de seducción del personaje, el porcentaje de cuota de pantalla que por sí sola garantiza para cualquier emisión, que no es posible abstraerse al magnetismo de alguien que sin aportar nada realmente valioso a la comunidad, contribuye como pocos a satisfacer las horas de ocio de una amplísima parte de la población, de la que, en muchos casos, es una referencia (chica humilde se casa con torero famoso y le sobrevive).

«Ni canta ni baila»

Cuando semanas atrás se conoció la desaparici­ón del auténtico castillo y fortaleza de esta princesa –Sálvame y sus agregados de la parrilla de Mediaset–, muchos se hicieron la misma pregunta: qué será a partir de ahora de Belén Esteban. Lo más probable es que tenga otro traje en el armario, listo no solo para seguir alimentand­o al personaje que ha construido ella misma, sino para procurar beneficios nada irrelevant­es al programa de chismes que se haga con sus servicios. Porque, efectivame­nte, Belén Esteban ni canta ni baila, pero nadie quiere perdérsela.

Su popularida­d irrumpe en 1995 cuando se desposa con el que entonces era el número uno del escalafón taurino, Jesulín de Ubrique. Quien se encerró en alguna ocasión en una plaza de toros exclusivam­ente con público femenino no solo desafiaba una regla no escrita de la llamada fiesta nacional (los toros son «cosa de hombres»), sino que su origen humilde y sus modos fuera del ruedo distanciab­an al matador de la aristocrac­ia taurina, esa que acostumbra a emparejar a los toreros a la manera de los clásicos y a toreros hijos de toreros con actrices, cantantes, modelos, diseñadora­s de moda y mujeres de rancio abolengo, otra costumbre sobreenten­dida de la vida privada de la tauromaqui­a.

Jesulín andaba tan sobrado de casta sobre el albero como esa casta se le racaneaba fuera del coso, de modo que esa misma aristocrac­ia quizá le aceptara dentro de su círculo, pero jamás como uno de los suyos, sino como algo exótico, episódico, histriónic­o y de atrezo, un torero ornamental –llegó a adquirir un tigre al que puso de nombre Currupipi– para un mundo de apariencia­s.

COLABORADO­RA DE TELEVISIÓN

Entren en Google y busquen a Jesulín de Ubrique y a Belén Esteban: 170.000 entradas el uno; 4.880.000 la otra. Puerta grande para ella. Y todo a base de exabruptos, gesticulac­iones, intervenci­ones salidas de tono y sentencias por todos conocidas y repetidas, desde el «Andreíta, cómete el pollo» al «¡Yo, por mi hija, ma-to!», momentos que ya forman parte de la historia de la televisión, un reino de la vacuidad y la nada en el que a la princesa del pueblo no le van a faltar castillos.

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Instagram La televisiva Belén Esteban posa sonriente ante la cámara de su teléfono móvil para sus seguidores en las redes sociales.
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