Música disco antes de la fiebre disco
El álbum recopilatorio ‘Tribal rites of the new saturday night’ documenta los orígenes subterráneos del fenómeno musical y social de la década de 1970.
La Disco Demolition Night
concentró en 1979 el odio hacia el imperial estilo
Un falso reportaje
de Nik Cohn fue el origen del bombazo ‘Fiebre del sábado noche’
Quizá ahora se odie más que nunca, pero no mejor. Estadounidenses blancos, heterosexuales, cerveceros y rockeros odiaron con ganas en la Disco Demolition Night. El evento se programó en el intermedio de dos partidos consecutivos entre los White Sox de Chicago y los Tigers de Detroit, en el Comiskey Park de Chicago, el 12 de julio de 1979. Era un reclamo para atraer público al estadio de béisbol y en este sentido fue un éxito. Miles de personas se colaron en el recinto cuando ya estaba atestado y con los accesos cerrados.
La Disco Demolition Night, impulsada por el locutor de radio Steve Dahl, ofrecía entradas a 98 centavos a quienes entregaran un disco de música disco para ser destruido en el, ejem, espectáculo de la pausa. Dahl, en efecto, detonó un contenedor lleno de discos de música disco, y muchos otros fueron lanzados de las gradas al diamante como si fueran frisbees. Entre el cráter causado por la explosión y la invasión por parte de odiadores de la música disco, el terreno de juego quedó hecho unos zorros y el segundo encuentro tuvo que ser suspendido.
Racismo y homofobia
La música disco dominaba de forma imperial los charts estadounidenses en 1979. No era esto lo que ofendía a estadounidenses blancos, heterosexuales, cerveceros y rockeros, por lo común imperialistas. La ofensa era que se trataba de un estilo con fuertes componentes negro (y, en menor medida, latino) y homosexual. Racismo y homofobia. Más: era una cultura musical ajena por completo al rock y que ponía en el centro el baile, actividad que el rockero teme y en consecuencia hace ver que desprecia. Por último, y aquí igual tenían razón los haters que por todo el país hicieron suyo el lema Disco
sucks ( la música disco apesta): con Studio 54 como escaparate, la escena de las bolas de espejos se ha
bía convertido en sinónimo de elitismo y exceso. Quienes estaban dentro lo llamaban glamur.
El origen de todo, imperio y odio, fue Tribal rites of the new saturday night, un reportaje publicado por Nik Cohn en la revista New York en junio de 1976. Años después se sabría que la pieza del autor de Awopbopaloobop Alopbamboom. Una historia de la música pop
no tenía nada de «factual», como subrayaba la introducción, y era en realidad una ficción. Carece de importancia en este artículo. Lo importante es que el texto de Cohn fue transformado en la película
Fiebre del sábado noche (John Badham, 1977), pértiga de la locura disco. El álbum Tribal rites of the new saturday night (Ace Records), subtitulado Brooklyn disco 197475, documenta qué sonaba en la movida cuando era más subterránea que un topo.
Que Cohn colara como texto periodístico un relato neoyorquino con un protagonista inspirado en un mod londinense no significa que no hiciera trabajo de campo, ni que no reflejara una realidad. La de «chavales de 16 a 20 años llenos de energía, urgencia, hambre», escribió el autor, que habitaban el «monstruoso limbo urbano, lleno de todos los que no son nadie», como desde Manhattan se veía el Bronx, Brooklyn y Queens. Esa chavalería tenía todo lo que la gente guay de Manhattan, «en su presunción», había perdido. No sabía ni quería saber nada de la contracultura de los años 60 y sus coletazos, ni de Bruce Springsteen, ni «parlotear sobre rock & Rimbaud». Era un tiempo de crisis económica, a diferencia de la década anterior. «De modo que la nueva generación arriesga poco. Va al instituto, obediente; se gradua, busca un trabajo, ahorra y planifica. Aguanta. Y una vez a la semana, el sábado por la noche, explota».
Veteranos y savia nueva
Tribal rites of the new saturday
night, el álbum, se nutre de las pocas canciones citadas por Cohn en la historia homónima y, sobre todo, del sinfín mencionado en la columna Disco File, publicada por Vince Aletti en el semanario Record
World a partir de noviembre de 1974. Los artículos de Aletti fueron el eco de lo que sucedía en las pistas de baile de Nueva York. Por ellos se sabe qué sonaba en 2001 Odyssey (la discoteca de Tribal ri
tes... y Fiebre del sábado noche),
Tenth Floor o The Loft. En 1975, mientras Cohn investigaba, Aletti estimó en Rolling Stone que en la ciudad había de 200 a 300 clubs en «viejos almacenes, restaurantes de carne, salones de baile en desuso de hoteles, bares de solteros... cualquier lugar en el que puedas meter una bola de espejos, dos giradiscos y un DJ». «En una rece
sión –añadió–, son una ganga». Studio 54 abriría en 1977.
Hay un buen puñado de veteranos del soul en excelente forma en Tribal rites..., adaptados sin problema a producciones más sofisticadas que las de sus inicios: Eddie Kendricks, Jimmy Ruffin, Betty Everett, John Gary Williams, Harold Melvin & The Blue Notes, reimpulsados los últimos por Philadephia International, el sello creado por los Midas de la música negra de los 70, Kenneth Gamble y Leon Huff. Ahí está también Ben E. King, gigante forjado varias eras musicales atrás, en concreto en la del Brill Building, enroscándose a un groove sensual muy del momento como si lo hubiera hecho toda la vida. Richard Popcorn Wylie deja constancia con
Georgia’s after hours del funk psicodélico, incluso experimental, que facturaba parte de la vieja guardia de Detroit.
Entre la savia nueva está Moment of Truth con su atómico Helplessly. Margie Joseph hace que te preguntes con I can’t
move no mountains por qué no fue ungida diva disco (tenía el físico y la actitud, además de la voz). Van McCoy, uno de los patriarcas de la música disco con
The hustle, produce a Faith, Hope & Charity en Mellow me y ahí está ya todo el naciente género. De Satyr apenas se sabe nada (hablamos de música de productores), excepto que Free and
easy es un clásico del soul raro. Aunque para tema raro, el instrumental progresivo Night of
the wolf, atribuido en Estados Unidos a la inexistente Al Foster Band y en realidad de los italianos Ivano Alberto Fossati y Oscar Prudente.
Pérdida de diversidad
El conjunto de 22 piezas hace desear haber estado ahí, antes de que la música disco se convirtiera en una fórmula. Magistral, eso sí. Y que homogeneizó el amplio espectro del rhythm and blues, con la consiguiente pérdida de diversidad, eso también. Las ilustraciones del álbum son las que hizo James McMullan, a partir de fotos que tomó en clubs suburbiales, para acompañar el artículo de Cohn en New York.