El PSC en lo más alto del alambre
Los socialistas transitan por la campaña electoral desde lo más alto de las encuestas pero sobre un alambre muy fino que obliga a Salvador Illa a redoblar sus ejercicios de equilibrismo para sumar votos del constitucionalismo de izquierdas, del catalanismo pragmático y del pedrismo sin excitar el antisanchismo. No es fácil, aunque las expectativas de llegar primero no las discute casi nadie, solo Puigdemont en estos últimos días. Pero al PSC no le servirá de nada la victoria si un independentista acaba siendo presidente de la Generalitat. Todo lo que ha hecho Illa en los últimos tres años y todo lo que ha hecho Sánchez en el último año no tendrá sentido si Catalunya no abre una nueva etapa y se da por superado definitivamente el llamado procés. Excepto una salida de tono de Matías Carnero y un precipitado amago de abrirse a pactar con Junts, Illa ha hecho una campaña sin errores, que era lo que necesitaba. Solo le falta en las últimas 48 horas colocar con nitidez su mensaje final: Illa o Puigdemont.
Lo más complicado para Illa y para el PSC será el día después. Si Puigdemont queda primero o si el independentismo suma 68 diputados sin Aliança Catalana, las presiones para que Illa renuncie a la presidencia pueden llegar de todas partes, alentadas tanto por el pedrismo para asegurar la continuidad en la Moncloa como por el antisanchismo para convertir a Puigdemont en el caballo de Troya y forzar la caída de Sánchez. La directora de El Correo de Andalucía, Isabel Morillo, lo ha escrito con fino bisturí al observar que en según qué escenarios solo puede quedar uno: Sánchez o Illa. Veremos. No sería la primera vez que el catalanismo pacta la presidencia de la Generalitat en Madrid y choca con el muro del PSC. Pasó en 2006, cuando Zapatero prometió a Mas la presidencia, y Montilla, sin ninguna oposición interna, respondió con un segundo tripartito y le dijo aquello de «José Luis, te queremos mucho, pero queremos más a Catalunya». En el alambre.
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las horas que dedicamos a unas publicaciones que, en su infinita mayoría, se desvanecen en la memoria a los cinco segundos de asomarse. Llegan y se van. Pero en ese transitar inane, obligamos al cerebro a atenderlas. ¡Claro que estamos agotados! Y distraídos. Y abrumados.
En los Países Bajos están floreciendo eventos, clubs y locales que venden la desconexión. Horas en las que el móvil se deposita a buen recaudo y los usuarios se dedican a leer, charlar, tomarse un café o, simplemente, mirar las musarañas. Aquello tan antiguo de aburrirse. La idea puede parecer un poco loca. ¿Por qué pagar por algo que parece tan sencillo? Basta con dejar el móvil en casa y salir a dar un paseo, sentarse en un banco o acercarse al bar preferido. Sí, sencillo, pero ¿por qué nos cuesta tanto? ¿Por qué esa ansiedad cuando descubrimos que nos hemos dejado el móvil o que la batería se acerca peligrosamente a su fin? La respuesta es evidente. Tan meridiana que nos cuesta aceptarla. Enganchados. Pillados. Adictos.
El simple hecho de que estén proliferando propuestas –de pago– para alejarse de la pantalla es la constatación de que la desconexión se está convirtiendo en un bien. ¿De lujo? Quizá. Un tiempo para pensar en calma acallando el ruido constante que nos aguijonea la mente y la salud. Qué difícil. Por cierto, feliz jornada de reflexión.
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El simple hecho de que estén proliferando propuestas – de pago– para alejarse de la pantalla es la constatación de que la desconexión se está convirtiendo en un bien