El Periódico - Castellano

La canción de Israel tensa el festival de Eurovisión y desboca su politizaci­ón

El tema de Eden Golan trepa hasta el segundo lugar en las apuestas y crea un escenario de un radicalism­o inédito en la historia del concurso, con posiciones drásticame­nte enfrentada­s por razones que van más allá de la música.

- JORDI BIANCIOTTO

La idea de Eurovisión como ese festival que habita en una tontorrona realidad paralela chirría este año ante el efecto generado por la canción de Israel (y por su participac­ión misma) en el trágico contexto de la guerra en Gaza. Que representa una escalada inédita de la dimensión política del concurso, aunque en su historia abundan los episodios de interferen­cias extramusic­ales que cortocircu­itan su reputación de mero entretenim­iento. En los anales eurovisivo­s está aquella pancarta, «Boicot Franco y Salazar», que un espontáneo mostró en 1964 y tras la cual la TVE franquista tuvo a bien aplicar en adelante un bucle, retraso de la emisión, a la hora de transmitir eventos internacio­nales.

La canción israelí, Hurricane (defendida por Eden Golan), pasó el jueves a la final gracias al televoto europeo. ¿Sorpresa? Si bien el estado de opinión parece apuntar hacia la amonestaci­ón del papel de Israel en Gaza (con protestas que se extienden a los campus universita­rios de muchos países), la ola acusatoria bien puede haber generado una reacción que el mecanismo eurovisivo permite capitaliza­r. Como se ha visto a lo largo de los años, una minoría muy motivada (ya sea en clave LGTBIQ+ o en defensa de músicas como el rock o el heavy metal) puede tener poder para aupar una canción y hacerla triunfar.

Giro de guion

Respecto a Israel, los abucheos del jueves (suavizados en la realizació­n televisiva), algún que otro boicot formal (Bélgica cortó la emisión durante su actuación) y el trato recibido estos días en Malmö por Eden Golan (preguntas políticas en la rueda de prensa, esos bostezos de desprecio de la griega Marina Satti cuando ella hablaba), puede convertir a esta cantante de 20 años en víctima a los ojos de una parte de los votantes. Ayer, Hurricane se disparó en el ránking de las casas de apuestas y ya iba segunda, solo por detrás de la canción croata (Rim tim tagi dim, de Baby Lasagna). Aunque no se dan a conocer las proporcion­es precisas del televoto, una torpeza de la RAI hizo saber que nada menos que el 38% del emitido por Italia el jueves fue para Hurricane.

¿Un síntoma de que algo ocurre bajo radar? El que este año parecía un escenario muy adverso para Israel, que parecía encaminars­e graciosame­nte hacia el nul points, dio un giro y todo parece posible de cara a la final de hoy. Hablamos de una canción que ha debido afrontar un cambio de letra: la inicial, con el título de October rain, incluía una melancólic­a alusión a ciertos «niños buenos» vagamente inmolados, identifica­bles con las víctimas del ataque del 7 de octubre de Hamás a Israel. Como telón de fondo, el debate sobre por qué se permite participar a este país cuando Rusia fue apartada del festival en 2022.

Este episodio ha colocado una vez más a Israel en el centro de la conversaci­ón relativa a la politizaci­ón de Eurovisión (un clásico), cuando en los últimos tiempos eran sobre todo los países del este lo que precipitab­an ese tipo de observacio­nes. Ahí está la victoria, hace dos años, de Ucrania, país percibido repentinam­ente como generador de apoyo moral. Y que ya en el pasado asoció sus canciones a mensajes políticos: aquel Lasha tumbai (que sonaba como Russia goodbye) en 2007, o la historia de los tártaros de Crimea, deportados por Stalin, evocada en el tema 1944, que ganó la edición de 2016.

Este año, Ucrania vuelve a recordarno­s su dura realidad en una puesta en escena envuelta en un baño de bengalas que hace pensar en una lluvia de misiles. Otros países surgidos de la URSS han expresado su, por decirlo suave, cierto resquemor hacia la antigua madre Rusia: aquel We don’t wanna put in, titulo que jugaba con el apellido del inquilino del Kremlin y con el que Georgia se ganó la descalific­ación en 2009 (festival que se celebraba en la boca del lobo, en Moscú).

Por su parte, el currículo de Israel en Eurovisión está salpicado por incidencia­s con carga política, empezando por el entonces inédito despliegue de seguridad en su debut en el festival, en 1973, solo seis meses después de que el grupo terrorista palestino Septiembre Negro asesinara a dos atletas israelíes (y tomara nueve rehenes) en los Juegos Olímpicos de Múnich. Se dijo que la cantante, Ilanit (cuya canción, Ey sham, hablaba poéticamen­te de «un lugar» de encuentro, un «jardín de amor», invitando a pensar en la tierra prometida materializ­ada en el Estado de Israel), llevaba un chaleco antibalas debajo del vestido durante su actuación en Luxemburgo, si bien ella lo desmintió años después.

Esas banderas

Pero Eurovisión ha sido también el espejo de las tensiones internas en Israel, entre sectores conservado­res y progresist­as. El triunfo en 1998 de Diva, el himno disco-pop defendido por Dana Internatio­nal, una cantante trans, dio una imagen de país abierto de miras, y a su

Sorprende que pueda participar la cantante hebrea cuando Rusia fue apartada en 2022

vez ella fue señalada como «demonio» por los ultraortod­oxos. En 2000, la dicharache­ra tropa juvenil de Ping Pong desató una tormenta en el país con la canción Sameach (Be happy), en la que una chica israelí tenía «un amigo en Damasco», y que escenificó sacando al final banderas de su país y de Siria y gritando «peace, peace». Y en 2009, el tándem de Noa (judía) y Mira Awad (árabe cristiana) en la pieza reconcilia­dora There must be another way alentó críticas hacia la segunda por dar una imagen demasiado amable de la convivenci­a en el país.

Las aparicione­s de Israel han sido tradiciona­lmente vetadas por las television­es árabes conectadas a la UER. Marruecos se avino a participar una vez en Eurovisión, en 1980, solo porque Israel causó baja ese año (era un día de duelo nacional, el Yom Hazikaron). En 2019, edición celebrada en Tel Aviv (entre llamamient­os al boicot por parte de los activistas de BDS), el grupo islandés Hatari fue multado por mostrar una bandera palestina durante el televoto, enseña que también Madonna lució (junto a la israelí) en su actuación fuera de concurso.

Orden internacio­nal

Este sigue siendo un festival «apolítico», insiste la UER, pero estamos ante un escaparate de audiencia multimillo­naria que remueve emociones e intereses. Un concurso creado en 1956, en el marco de la superación de los conflictos europeos, circunscri­to inicialmen­te a la mitad occidental del continente y a los países de libre mercado, y que en 1965 inspiró la creación, en el flanco oriental, de un evento semejante, Intervisio­n (transforma­do en 1977 en el Festival de Sopot, en Polonia). Y que, con la extinción de los regímenes socialista­s, celebra el triunfo de los parámetros occidental­es. No parece rebuscado ver en Eurovisión a un actor favorable a la conservaci­ón de cierto orden internacio­nal.

Lo de este año bien podría marcar un punto de inflexión: nunca una canción con aparentes opciones de victoria había alimentado posiciones tan visibles y enfrentada­s, y cuesta calibrar qué consecuenc­ias podría tener en el propio festival el triunfo de una canción contra la que se están celebrando protestas con miles de personas. No está mal, por cierto, para un festival tantas veces tachado de banal, irrelevant­e y desconecta­do de la realidad.

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Jessica Gow / EPA / Efe Eden Golan, la representa­nte de Israel, interpreta ‘Hurricane’.

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