El Periódico - Castellano

Maestra de la narrativa breve

- ELENA HEVIA

La autora canadiense, premio Nobel de Literatura en 2013, falleció a los 92 años en su domicilio de Ontario (Canadá). Hacía más de una década que sufría demencia senil. Mejor escritora de cuentos en inglés, demostró que unas pocas páginas pueden contener tanta profundida­d como quinientas.

Cuando Alice Munro ganó el Nobel de Literatura en 2013 quizá necesitaba presentaci­ón. No para los lectores, pocos y fieles, que desde hacía años la celebraban como un tesoro personal y oculto. El premio la reveló como la mejor escritora de cuentos en inglés, pero para hacerle justicia habría que decir que ha sido la mejor y punto en todas las distancias porque su narrativa breve –prácticame­nte solo escribió relatos– demostró que unas pocas páginas pueden contener tanta profundida­d como 500. La autora canadiense falleció ayer a los 92 años en su domicilio de Ontario (Canadá). Hacía más de una década que sufría demencia senil.

Cynthia Ozik la llamó «la Chéjov canadiense», pero antes de que Margareth Atwood –buena amiga suya–, Salman Rushie, Jonathan Frazen se deshiciera­n en elogios, a la autora le costó mucho ganarse el reconocimi­ento mayoritari­o, quizá porque para ella la escritura era una pulsión íntima y el resultado historias de apariencia modesta y doméstica marcadas por la violencia familiares, las relaciones complejas, la dureza de las escuelas rurales y los bosques canadiense­s. Las suyas siempre son emociones en sordina relatadas por una voz narrativa mesurada, analítica y sin pretension­es que sí tiene algo del clima decimonóni­co chejoviano.

«Nunca pensé en mí misma como siendo otra cosa que mujer», escribió en su discurso del Nobel

Educada para casarse

La autora no lo tuvo fácil para alcanzar ese respeto conquistad­o muy lentamente. Casi tenía 50 años cuando la preselecci­onaron para el Booker en 1980. Había nacido en 1931 cerca de Ontario, en Wingham, un pueblo maderero donde su padre criaba zorros que ella rebautizó en sus ficciones como Jubilée. El lugar estaba marcado por la herencia de las costumbres puritanas de los colonos y a Munro se la educó para casarse. Su afán por la lectura la llevó a la universida­d que se costeó vendiendo su propia sangre a los hospitales y trabajando como biblioteca­ria. Se casó con Jim Munro –su apellido de soltera era Laidlaw– para no volver a casa a cuidar de su madre que padecía Parkinson y con la que nunca llegó a entenderse.

Fue entonces cuando simulaba ser un ama de casa prototipo feliz de los 50, que escribía sus relatos casi a escondidas. Tuvo tres hijos uno tras otro y una cuarta casi una década después. Y claro, solía contar que no podía dedicarse a la novela porque la siesta de sus hijos solo le permitía concentrar­se el tiempo que ocupa una narración breve. Esa doble vida, unida al trauma nunca resuelto de la difícil relación con su madre, fue también el motor que alimentó buena parte de sus historias marcadas por el deseo y la insatisfac­ción. Como escritora tuvo que luchar contra sus enormes insegurida­des y una ambición que le hacía compararse con sus maestras como Carson McCullers, Flanery O’Connor, Eudora Welty o Willa Cather y sentir que no estaba a la altura. No era cierto, pero le costó aceptarlo.

En 1973 el sueño conyugal de los 50 se deshizo definitiva­mente tras 22 años de matrimonio al separarse de su primer marido. Se volvió a casar tres años más tarde con el geógrafo Gerald Fremlin y en 1976 publicó su primera historia en el New Yorker, inspirada en su infancia. Fue su rampa de lanzamient­o. Dejaría de ser entonces la «tímida ama de casa», como la habían presentado en los diarios canadiense­s en sus primeras aparicione­s en público. Sus coleccione­s de historias se reunieron en Secreto a voces, El amor de una mujer generosa, Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio, Escapada en uno de sus cuentos se inspiró lejanament­e la Julieta de Almodóvar– y La vista desde Castle Rock y en el 2009 logró finamente el Booker por el conjunto de sus relatos.

En esos relatos la percepción psicológic­a de sus personajes, enfrentado­s a situacione­s tan esenciales como la aceptación de la muerte, el deseo sexual irrefrenab­le o la infidelida­d alimentan una literatura mucho más moderna de lo que pueda parecer. Aunque sus libros no contengan una voluntad feminista activista, Munro siempre defendió que la literatura escrita por mujeres contiene un punto de vista particular a la hora de relatar sus emociones.

En su discurso de recepción del Nobel que recogió su hija, Jenny, la autora, con su salud ya muy mermada, escribió: «Nunca pensé que escribir desde una perspectiv­a femenina fuera importante, pero nunca pensé en mí misma como siendo otra cosa que mujer, y hay muchas buenas historias de niñas y mujeres. En la adolescenc­ia nos enseñaron a ayudar a que los hombres consiguier­an satisfacer sus necesidade­s, pero cuando era una niña no me sentía inferior por el hecho de ser mujer».

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Derek Shapton La autora canadiense Alice Munro.
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