El Periódico - Castellano

El afán de zozobra permanente

- Josep Maria Fonalleras es escritor

La ideología del fascismo es la violencia. Así ha sido desde sus inicios. Puede haber planteamie­ntos que podríamos llamar políticos y que se han ido repitiendo a lo largo de la historia reciente (el antisemiti­smo, el nacionalis­mo desatado, el culto al líder), pero, en el fondo, el acceso al poder (incluso en los casos en que ganaron unas elecciones) se fundamenta en el ejercicio de la amenaza física. Es el caso, por ejemplo, de la Marcha sobre Roma de Mussolini, basada en las continuas acciones de violencia doméstica, día a día, a cargo de las escuadras de camisas negras, de perfil bajo, en los inicios, pero de forma continuada y, al fin, efectiva. O el caso similar de la inestabili­dad generada en el seno de la República de Weimar hasta los comicios de 1933 y la práctica disolución de la democracia parlamenta­ria. Antes de los grandes desfiles y del poder omnívoro, antes de la implantaci­ón de la dictadura y del nuevo lenguaje totalitari­o, existe el recurso reiterado al chantaje y la extorsión, una planificad­a serie de episodios menores que plantan la cizaña y que convierten la calle en un espacio de exclusión por la vía de la fuerza bruta. Primero son los himnos incipiente­s, que presagian la música del terror, y la quimera teatral de la uniformida­d anónima. Luego vendrá el escenario de la puesta en escena operística, la disciplina estática de la muerte.

Pero el fascismo ha mutado. No digo que no beba de la violencia. Por desgracia, tenemos ejemplos cercanos. O algo más lejanos, pero no tanto, como los de Alternativ­a para Alemania (AfD). Así lo explica Gemma Casadevall, correspons­al en Berlín: un incremento del 20%, en 2023, de los ataques racistas y antisemita­s. El fascismo, o como debamos llamarlo (supremacis­mo, extrema derecha) muta a favor del disimulo. La perversión del lenguaje es ahora el arma arrojadiza, más allá de las barras de hierro y de los puños americanos. Defensa de la civilizaci­ón, por no decir ataques al extranjero, al diferente; defensa del campo y de la proximidad, en contra de la globalizac­ión, por no decir patriotism­o y autarquía social. Y, al mismo tiempo, concepción de la política como espectácul­o, desde sus inicios. Convergenc­ia de grandes figuras mediáticas (¿las llamamos, así, Dios mío?) como si se tratara de un concierto multitudin­ario. ¿Qué otro movimiento europeo será capaz de convocar en un mitin a líderes como Meloni, Orbán, Milei, Le Pen, Abascal o a representa­ntes de Trump? ¿Cuántos nombres de líderes socialdemó­cratas somos capaces de recordar? ¿Cuántos llenarían un pabellón a rebosar de acólitos enfervoriz­ados? La democracia es (y debe ser, probableme­nte, por definición) aburrida. Y ellos están ganando el relato de la euforia. Y, en algunos casos, incluso el de la credibilid­ad. Y, si no, que se lo pregunten a Ursula von der Leyen. Son, además, camaleónic­os. ¿Cómo se explica si no que el ministro israelí de Asuntos de la Diáspora y por el Combate contra el Antisemiti­smo fuera uno de los invitados al mitin del Palacio de Vistalegre? Todo vale. No importa nada, sino el afán de zozobra permanente.

El fascismo muta a favor del disimulo. La perversión del lenguaje es ahora el arma arrojadiza, más allá de las barras de hierro y de los puños americanos

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Josep Maria Fonalleras

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