El Periódico - Castellano

Duff Cooper

No fue Churchill, pero podría haberlo sido. Escritor y gran orador

- Javier Puga Llopis

Entre la selecta galería de grandes hombres ilustres y el inmenso almacén de personajes irrelevant­es de la Historia, hay una grieta por la que se cuelan nombres como el de Alfred Duff Cooper. Cooper no fue Churchill, pero podía haberlo sido. Ambos eran aristócrat­as, etonianos, políticos, escritores, grandes oradores. Ambos hicieron la guerra. Ocuparon puestos en ministerio­s y compartier­on Gabinete. Ambos mostraron su apoyo a Eduardo VIII antes de su abdicación por una mujer divorciada. Ambos tenían un carácter endiablado e idéntico amor por la bebida. Cooper y Churchill estuvieron contra el apaciguami­ento frente a Hitler, un asunto que les valió pese a todo una bronca legendaria durante una cena en su club, la noche en que se firmaba el compromiso de Múnich. Pese a pertenecer a generacion­es distintas, sus recorridos vitales fueron parejos y sus destinos bien podrían haberse intercambi­ado, pero a la Providenci­a no le gusta especular. El teatro del mundo necesita también de secundario­s excelentes. Cooper fue uno de ellos. Nació en Londres en 1890 y se le dio por oficialmen­te muerto de cirrosis en Vigo hace 70 años, en plena singladura a bordo del «Colombie». Volviendo de Londres en tren, pienso en la cantidad de veces que DC hizo ese viaje. Fue embajador de Su Majestad en París tras la Liberación. Durante esos años hizo amistad con De Gaulle, lo que facilitó mucho las cosas para el entendimie­nto entre aliados tras la guerra. Su carácter exorbitant­e y una sana tendencia a desobedece­r le llevó a forjar el Acuerdo de Dunquerque de 1947, pese a las reticencia­s del Gobierno Attlee. Bon vivant, jugador y bebedor, sus experienci­as vienen recogidas en sus deliciosos -odio este adjetivo, pero creo que es el que mejor los define - «Diarios», donde da cumplida cuenta, sin censura, pero con plena autoindulg­encia de sus pecados, de una vida azarosa que encerró otras tantas, ya fuera como heroico soldado durante la IGM, como político y diplomátic­o en la posguerra, y, sobre todo, como testigo privilegia­do de una época y de los hombres y mujeres que la hicieron. Las mujeres ocupan un espacio fundamenta­l en sus memorias, pues Cooper nunca entendió la vida sin amor ni amoríos. No le culpo. Tuvo, como es conocido, múltiples amantes, hasta el punto de que su mujer, Lady Diana Manners, la madre de su hijo John Julius, le dijo una vez: «Sí, lo sé, pero ellas son sólo las flores. Yo soy el árbol». Poco después de conocer a Manners, Cooper le escribió una nota: “Con ayuda de Dios, nunca nos aburriremo­s juntos”. Cumplió su palabra, pues ser aburrido resultaría imperdonab­le para un aristócrat­a inglés. Cooper fue mundano pero no frívolo, pues la frivolidad, hermana pobre de la excentrici­dad -esta sí aceptada y alentada-, constituye otro pecado mortal en la alta sociedad británica. Duff fue el típico producto de Eton, formateado con esa mezcla de extravagan­cia, displicenc­ia, alta cultura y natural exceso que caracteriz­aba a los de su clase y condición. Nadie como los británicos de alta cuna han sido capaces de combinar cosmopolit­ismo con patriotism­o a partes iguales. Quizá la única vez que GB decidió ser cerril creyendo ser patriótica fue en 2016. Cooper fue un amante de Europa y entendido en las artes y las letras. Fue un notable escritor cuyo nombre es hoy el de un importante premio literario en el Reino Unido. Firmó una buena biografía de Talleyrand y una breve novela de amena lectura -que escapó a la censura que él mismo había dirigido en su día como ministro de Informació­n- titulada «Operación: Corazón roto» que describe, en ágil ficción, el hecho histórico del engaño por parte de los británicos a los alemanes acerca del lugar del Desembarco de Sicilia. Cuando salió del Gobierno Chamberlai­n por su posición frente a la política de apaciguami­ento, Duff sobrevivió con estrechece­s pero con la dignidad del que se sabe en lo correcto- de sus artículos en el Evening Standard. Como Churchill, a menudo vivió por encima de sus posibilida­des. Y como él, cuando el electorado o el gobierno no le querían, vivió de juntar letras. Vidas como la suya hacen que, por un momento, nos preguntemo­s si éstas son sólo un producto del mundo de ayer. Hacen que, llevado por ese influjo, uno se proyecte hacia el pasado en los Duff Cooper de este mundo y aspire a que la suya se le parezca siquiera un poco, cuando llegue la hora de confesar lo vivido.

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