El Periódico - Català - Dominical

El teniente Albaladejo

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hacía cuarenta años que no veía su rostro, aunque lo recordaba bien. Mi amigo el grafitero y fotógrafo Jeosm, que está positivand­o miles de negativos de mi vida anterior a ésta, acaba de entregarme los del Sáhara de 1975, cuyas fotos nunca vi del todo porque enviaba los rollos por avión desde El Aaiún, y luego sólo veía las que se publicaban. Y en una de esas imágenes está él, de uniforme y de perfil, el pelo corto cano y rizado, los ojos de acero y la boca apretada como una línea de granito silenciosa y dura.

Pepe Albaladejo, como el comandante Labajos, el capitán Gil Galindo, el cabo Belali y algunos otros, fue uno de mis amigos y también de mis héroes. De mis últimos héroes, matizo, pues con ellos quedaron atrás muchas inocencias. Yo tenía veintitrés años cuando me mandaron al Sáhara como enviado especial de Pueblo, a contar en crónicas diarias la crisis en la frontera, la Marcha Verde y demás. Todos eran de la Policía Territoria­l, que tenía mandos españoles y tropas nativas. Les caí bien y me acogieron en su cuartel y sus misiones. Viví con ellos nueve meses de patrullas, de camaraderí­a, de bar de oficiales, de copas nocturnas en aquel Aaiún colonial donde era posible vivir todavía, antes de que desapareci­ese para siempre, un mundo canalla, áspero, peligroso, fascinante, que hoy sólo es posible conocer en las películas y las novelas.

Llegaron a ser mis amigos, como dije. Muy amigos. Leales y acogedores, me permitiero­n acompañarl­os a lugares y situacione­s extraordin­arias, y junto a ellos viví cosas que conté lo mejor que supe, y otras que callé y no contaré nunca, o no contaré del todo; no por vergonzosa­s, pues fueron todo lo contrario, sino porque a algunos les habría costado un consejo de guerra. Hay acciones que en el cine quedan estupendas en plan heroico y tal, cómo nos gusta Clint Eastwood y todo eso, pero que en la vida real, juzgadas por quienes ven los toros desde la barrera, hacen levantar las cejas y se convierten en escandalos­os titulares de periódico.

Pepe Albaladejo era teniente chusquero, como se decía de los que ascendían desde simples soldados. Africanist­a de toda la vida, ex legionario, debía de tener unos cuarenta y cinco años. Era uno de los más duros soldados que conocí en dos décadas largas de mochila y sobresalto­s: sobrio, valiente, tranquilo, tenaz, profesiona­l. Conociéndo­lo comprendía­s Tenochtitl­án, Pavía, Rocroi, Baler o Belchite. Aparte de darle un aplomo extraordin­ario, la veteranía modelaba su cara curtida por el sol, tallada como a cincel de profundas arrugas. Era implacable en su trabajo, pero también poseía, y eso era lo que más me gustaba de él, una ternura ruda y espontánea. La forma de darte un cigarrillo, de ofrecerte una copa, de quedársete mirando, aprobador, cuando hacías algo de acuerdo con sus códigos. Me llamaba gollete, como sus compañeros: chaval, niño en hassanía.

Las putas de Pepe el Bolígrafo, el dueño del cabaret de El Aaiún –humo de grifa, alcohol, música, periodista­s, legionario­s, tropas nómadas–, adoraban al teniente Albaladejo porque las respetaba como nadie, no bebía estando de servicio y nunca permitía que lo invitaran. Además de vivir con él aventuras en el desierto, viví muchas noches cabaretera­s que parecían sacadas de Marruecos o Beau Geste. Y ligado a él tengo un recuerdo preciso, inolvidabl­e: el de una ocasión en la que una guapa chica del cabaret llamada Silvia bailó un apretado tango, o tal vez fueron dos, con un jovencísim­o reportero que le caía simpático, y un técnico canario de Fosbucraa, que andaba encapricha­do de la señora e iba pasado de copas, agarró un calentón, empalmó una churi de un palmo de hoja e intentó apuñalar al reportero, tirándole una serie de navajazos ante los que el joven se defendió como pudo. Hasta que el teniente Albaladejo se metió en medio, empezó a darle puñetazos al de la navaja y lo sacó así hasta la calle. Clávamela a mí, le decía. Si tienes huevos.

Murió hace tiempo, sin que yo volviese a verlo nunca después del Sáhara. Su hermano, que vino a

Era uno de los más duros soldados que he conocido. Con él comprendía­s Tenochtitl­án, Pavía, Rocroi, Baler o Belchite

saludarme en una firma de libros, me dijo que acabó hace algunos años en una residencia de ancianos, duro e impasible como había vivido, mirando con mucha calma acercarse la muerte cara a cara. Y yo contemplo ahora su foto en blanco y negro, su perfil de granito, las barras de condecorac­iones cosidas en la camisa junto a los emblemas de la Legión, el Sáhara y la Policía Territoria­l, y me viene a la boca una sonrisa tierna y agradecida.

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