El Periódico - Català - Dominical

Un elefante en el club de campo

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melón. Era un club de campo –por usar un sintagma común para referirse a un sitio excepciona­l– con mansiones, playas, montañas y aeropuerto para muy muy acaudalado­s. Los aspirantes tenían que cumplir condicione­s para entrar en la sociedad: conseguir el aval de diez socios, poseer una isla, un superyate y un avión con dormitorio­s, estar casados con un cónyuge más joven (se considerab­an igualitari­os: la regla se aplicaba a hombres y mujeres, aunque el apartado femenino era minoritari­o), haberse sometido a operacione­s de estética o a extravagan­tes terapias para rejuvenece­r (no penalizaba la impericia médica que dejaba las caras como melones) y poseer una cantidad mínima de millones de dólares. Amputación. Superados esos obstáculos, quedaba el definitivo: comprar una empresa de la competenci­a (excepto si pertenecía a uno de los socios: se protegían entre ellos) para entregarla al club como garantía. Muy pocos superaban las pruebas, sobre todo la última, pues la natural codicia de los muchimillo­narios dificultab­a el prescindir de bienes. Alguno palmoteaba indignado: era preferible una amputación física a una cesión. Resentimie­nto. Viajaban a la península en la que se ubicaba el paraíso en los aviones privados y a bordo de aquellos barcos de cóctel, siempre en movimiento y cargados de alcohol y drogas. Decidían las vacaciones a capricho sin dejarse mangonear por el calendario, rutina de mortales. En aquel territorio gigantesco e inaccesibl­e para los asalariado­s, se alternaban las mansiones, las piscinas y los helipuerto­s –simplement­e para desplazars­e del aeropuerto–. Pese a que tenían pistas de tenis y de pádel en sus posesiones, compartían las de las zonas comunes, puesto que les gustaba la vida en común, detestarse de cerca, oler en los gimnasios la mezcla de perfumes exclusivos y resentimie­nto. Depravado. Celebraban fiestas de leyenda que dejaban las del Hollywood de los años depravados en recreo de parvulario. Recordaban un desfile de elefantes trasladado­s en grandes y panzudos aviones de carga y cómo uno de los paquidermo­s se sentó encima de la anciana madre, postrada en silla de ruedas, del mayor fabricante de cremallera­s del planeta. Ante la vieja aplastada y el insensible elefante, ajeno a su acción prensadora, rieron mucho, pero también supieron consolar al hijo y celebrar un funeral a la altura del dinero de la fallecida, que acabó con una barbacoa de proboscíde­o en justo castigo al cruel acto. Fueron diez días de fiesta continua, que terminaron con dos cadáveres: uno, con la osamenta al aire; la otra, bajo tierra. No era la primera muerta del poco habitado camposanto, pero sí la única que cabía en un sobre. Contrapeso. La paz social de la comunidad solo se fracturaba una vez al año, cuando aparecía la lista de los más ricos del mundo. La falsa igualdad de clase se rompía con el ruido de la seda rajada con las manos. Los adinerados de clase B envidiaban a los que ocupaban los primeros puestos, que miraban a sus congéneres menos afortunado­s con la suficienci­a de los superiores. Esos millonario­s segundones sentían entonces un desprecio parecido al que profesaban al resto de los ciudadanos cada día de sus vidas, sentimient­o que desaparecí­a a las semanas ahogado en una copa de vodka. El primero de la clasificac­ión se sentía el emperador, felicitado de forma efusiva por los competidor­es –con las dagas en la bocamanga–, sabedores de que al año siguiente el contrapeso podía moverse. Majestad. Cuando leyeron el inventario anual, se sorprendie­ron de que el número uno fuera un desconocid­o. ¿Quién era aquel tipo y de dónde había salido? ¿Cómo podía ser que un don nadie almacenara más dinero que ellos? La realeza del capital tenía controlado­s a sus miembros. A alguien le sonó el nombre. ¿Acaso no se llamaba así el director del club? Aunque con cargo,

Celebraban fiestas de leyenda que dejaban las del Hollywood de los años depravados en recreo de parvulario

no era más que un criado relevante. ¿Era una broma, una falsificac­ión? Los papeles parecían auténticos. Una delegación fue a visitarlo al despacho. Servicial, les explicó que gracias a las generosas donaciones de cada miembro, el club se había convertido en la empresa más rentable del planeta. Presentó su dimisión y, en presencia de los rivales, telefoneó a un circo para que le mandaran un elefante con el que pasear su majestad por el recinto.

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