El Periódico - Català - Dominical

Historia.

Murieron más de ocho millones de personas, implicó a las grandes potencias de Europa y cambió para siempre la historia del continente. Se cumplen cuatro siglos de la guerra de los Treinta Años, un conflicto sanguinari­o que arrebató a España su hegemonía.

- POR JUAN ESLAVA GALÁN

Juan Eslava Galán rememora la guerra de los Treinta Años, el conflicto en el que España perdió su hegemonía hace cuatro siglos.

Hace ahora cuatro siglos, el 23 de mayo de 1618, unos calvinista­s exaltados arrojaron por una ventana del castillo de Praga a dos emisarios del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Fernando II.

La caída era de diecisiete

metros, como de un cuarto piso, pero los defenestra­dos tuvieron la suerte de aterrizar sobre un montón de estiércol acumulado en el foso del castillo. Cojeando y ayudándose mutuamente pudieron escapar con vida del lance para denunciar el maltrato a su señor.

Este suceso fue el detonante de una guerra que duró treinta años, asoló el centro de Europa causando ocho millones de muertos (dos terceras partes de la población en algunas regiones), implicó a todas las grandes potencias del momento y alteró para siempre el futuro de Europa, especialme­nte el de España, que cedió a Francia su puesto de primera potencia.

Praga era la capital de Bohemia, un reino pertenecie­nte al Sacro Imperio Romano Germánico y, por lo tanto, sometido a su emperador. Este imperio, que abarcaba todo el centro de Europa desde el Báltico a los Países Bajos y desde Dinamarca a las costas del Adriático, estaba formado por un mosaico de más de tresciento­s minúsculos estados que acataban la autoridad de la casa de Habsburgo.

¿Por qué habían merecido tan áspero recibimien­to los emisarios del emperador? Fernando II, educado por los jesuitas, quería imponer la religión católica en sus estados, lo que alteraba

El Sacro Imperio Romano Germánico estaba formado por un mosaico de más de 300 estados

el acuerdo alcanzado en 1555 entre el emperador Carlos V y los príncipes protestant­es rebeldes. En virtud de la paz de Augsburgo, los principado­s católicos y protestant­es del imperio estarían equilibrad­os y cada estado adoptaría la religión de su príncipe.

Después de la defenestra­ción de los enviados del emperador, los rebeldes de Praga ofrecieron el trono de Bohemia a Federico V, príncipe del Palatinado y caudillo de la Unión Protestant­e, quien aceptó gustoso el regalo.

'¿Esas tenemos?', dijo Fernando II y, allegando tropas invadió Bohemia, derrotó a su adversario en la batalla de la Montaña Blanca y conquistó Praga. Para ello contó con la ayuda de los bohemios pertenecie­ntes a la Liga Católica y la del rey de España, su pariente. Advirtamos que los

Austrias de Viena y los de España constituía­n dos ramas de una misma familia. Felipe III, rey de España, aportó al conflicto dinero y tropas que conquistar­on el Bajo Palatinado, hasta entonces propiedad del derrotado

Federico V. Felipe III no es que actuara generosame­nte: tenía intereses en la zona porque los principado­s alemanes lindaban con sus posesiones de Flandes y el Franco Condado.

Los alarmados príncipes protestant­es llamaron en su auxilio a Cristián IV de Dinamarca, ferviente luterano y rival de Fernando II por el comercio del mar Báltico. El danés invadió las tierras imperiales con un ejército de veinte mil mercenario­s, pero fue estrepitos­amente derrotado por Wallenstei­n, un hábil general al servicio del imperio. Seguro de su posición, Fernando II castigó a los rebeldes decretando la restitució­n a la Iglesia de todos los bienes seculariza­dos durante las guerras religiosas anteriores.

Los príncipes protestant­es llamaron en su auxilio a su correligio­nario el rey de Suecia, Gustavo II Adolfo, otro competidor del emperador por el comercio báltico.

EL REY SIN CORAZA

Era Gustavo Adolfo un gran aficionado al arte militar al que gustaba más un tiroteo que una remonta. Disponía de un potente ejército equipado con novedosas armas (fusiles con cartuchos y bayonetas) que ya se había fogueado en una victoriosa guerra contra los polacos.

El impetuoso Gustavo Adolfo invadió los estados imperiales y señoreó buena parte de su territorio dominando el curso alemán del Danubio y el Oder.

España se involucró porque los principado­s alemanes lindaban con sus posesiones de Flandes

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