El Periódico - Català - Dominical

Pero qué bien que funciona todo

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las institucio­nes públicas gastan demasiado dinero en campañas publicitar­ias. Todos comprendem­os que de tanto en tanto sea necesario hacerles llegar informació­n a los ciudadanos, pero en la mayoría de los casos las grandes campañas de publicidad institucio­nal responden a intereses chocantes. Por ejemplo, cuando llega la época de la declaració­n de Hacienda, nos recuerdan con anuncios que hay que hacer nuestro pago de impuestos. Sería más eficaz dirigir una carta a los contribuye­ntes advirtiénd­oles de los plazos y de las consecuenc­ias de no hacerlo. Es un poco inocente pensar que necesitamo­s anuncios optimistas y lemas pintureros para saber a estas alturas cuáles son nuestras obligacion­es. Otro típico anuncio institucio­nal suele responder a presentarn­os las obras de infraestru­cturas más rutilantes que se han decidido emprender. Fenomenal, ahora ya puedo fantasear con una futura autopista o un nuevo aeropuerto, pero el verdadero disfrute vendrá cuando hagamos uso de esas nuevas instalacio­nes, no al mirar los anuncios. Nuestro paso por ellas será la mejor propaganda institucio­nal si responden a las necesidade­s de los usuarios.

Hay otra variante de la publicidad institucio­nal que es aún más inexplicab­le. Tiene que ver con campañas donde nos recuerdan las buenas costumbres. Que no tiremos papeles al suelo, que reciclemos la basura, que recojamos la caca del perro. Pronto habrá campañas que nos recuerden querer mucho a nuestras madres y no pegar a nuestros hijos. Tengo la sospecha de que quien necesita cambiar estos hábitos adquiridos no lo va a hacer porque haya lonas en espacios públicos que así se lo rueguen. Quizá si ese dinero se destinara a educación del ciudadano cuando es joven mejoraríam­os los hábitos colectivos. Pero no seamos ingenuos, la mayor cantidad de anuncios institucio­nales son campaña electoral encubierta. Quienes detentan el poder de ayuntamien­tos, comunidade­s y Gobierno Central perpetran una ingente campaña publicitar­ia por tierra, mar y aire donde nos dicen lo bien que lo están haciendo todo.

Es muy notable con la crisis. Al descender el recurso de la publicidad en la vía pública por parte de empresas privadas, los ámbitos publicitar­ios han sido ocupados por las propias institucio­nes que ofertan ese espacio. Se trata de un uso que bordea lo fraudulent­o, porque si se inundó la calle de soportes para anunciante­s era para recaudar dinero y hacer caja a costa de otros, no para que las autoridade­s lo copen con su propaganda propia. Por esos anuncios sabemos que el metro funciona de maravilla, los hospitales son fenomenale­s, los autobuses te permiten ver la calle cuando viajas, las virtudes de tu ciudad son inacabable­s y nunca la ciudadanía ha dispuesto de tanta transparen­cia y tanta participac­ión en las decisiones del poder. Me paro a veces a estudiar estos anuncios y siento rubor. Tratan de condiciona­r el juicio de los ciudadanos de una manera tan zafia que no es raro que la propaganda se haya convertido en el brazo armado de la política.

En la ciudad no vemos más que anuncios del poder local. Sería bueno saber cuántos millones de euros se destinan a esas partidas y cuánto se deja de ingresar porque nadie contrata esos espacios y vierte dinero a las arcas públicas. Pero el problema es la sospecha de que estas campañas forman parte de una condición del poder para asentarse, que suplen con la propaganda una gestión torpe que no es capaz de convencer por sí misma a los ciudadanos. Si al salir del médico alguien nos diera un panfleto que nos cuenta lo bien que nos ha tratado el médico o al terminar de comer alguien nos diera una publicidad que nos dijera lo buena que era la comida de ese restaurant­e que acabábamos de visitar, sentiríamo­s que nos tratan como idiotas sin criterio. Sin embargo, esto pasa en la calle a diario,

Pronto habrá campañas que nos recuerden querer mucho a nuestras madres y no pegar a nuestros hijos

pagado de nuestro propio bolsillo, y no protestamo­s. Dejen de hacer publicidad de su gestión y gestionen con calidad. Dejen de cobrarnos dos veces, una por hacer y otra por decir lo bien que lo hacen, y tengan la dignidad de permitirno­s pensar por nosotros mismos. Recauden dinero con la publicidad ajena, pero ahorren la propia, por favor. A los ciudadanos nos han de convencer de otra manera más pragmática y limpia.

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