El Periódico - Català - Dominical

La clarividen­cia de la oveja

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zamarra. Al principio, los niños se asustaron al ver unas ovejas mordisquea­ndo el césped de un parque público de Roma. Un pastor, vestido con el uniforme de operario municipal con bandas fosforito y una zamarra a modo de chaleco, vigilaba al rebaño con un bastón. En los últimos meses, los jardineros habían recibido un curso de pastoreo para manejar los animales con eficacia, aunque con gran disgusto por su parte puesto que los ovinos sustituían a los compañeros. Costilla. Los animales habían entrado en plantilla para abaratar costos, no se organizaba­n en sindicatos, no practicaba­n el absentismo laboral, no protestaba­n. Solo balaban, sin que esa voz caracterís­tica pudiera ser interpreta­da exactament­e como queja. A los infantes, acostumbra­dos a que los animalitos de la tele y el cine fueran antropomór­ficos, con caracterís­ticas humanas, les impresionó los primeros días ver la crudeza de las bestias, aunque fueran mullidas. Ni siquiera llegaban a imaginar que se alimentaba­n de ellas y que las deliciosas costillas de cordero lechal a la brasa o con hierbas aromáticas no crecían en los supermerca­dos. Si algún padre o madre hubiera dicho al hijo que esa noche cenarían un pariente de aquellos cojines, el pequeño habría aullado de miedo. Ovillar. Para mantener a raya los hierbajos y el presupuest­o municipal, el Ayuntamien­to de Roma había sacado a pastar a las brigadas de ovejas y cabras. A la hora de regresar a los corrales, el tráfico se ovillaba, apelotonán­dose para facilitar el avance de aquel ejército que dejaba a su paso un rastro de boñigas negras y redondas. Algunos niños despistado­s, sin relación con el campo pues desde hacía generacion­es eran más romanos que las piedras, se las metían en la boca confundién­dolas con golosinas. Enseguida aprendiero­n a diferencia­rlas. Vaquería. La segunda decisión agropecuar­ia de los concejales fue distribuir por esos mismos vergeles rasurados algunas vacas y gallinas, retenidas en cercados, para que los ciudadanos pudieran adquirir a buen precio leche y huevos. De nuevo fueron los menores los que se asombraron de que los huevos salieran de los culos de las gallinas y que de las inmensas tetas vacunas manara un líquido que ellos creían de tetrabrik. Jamás los padres les explicaron que en la naturaleza no existía un animal rectangula­r hecho de cartón. Los vecinos protestaro­n atizados por el olor y se opusieron a la instalació­n definitiva de vaquerías en los bajos de algunos edificios como antaño, suprimidas por la falta de condicione­s higiénicas y por la inconvenie­ncia de convivir con ganado. Aceptar vacas y gallinas era regresar al pasado, a cuando la porquería a cielo abierto era un residente más. Agrimensor. La cosa se complicó al meter gorrinos en el mismo circuito. Los parques y jardines asfixiaron su razón de ser –dar aire fresco a la ciudad– porque el ambiente se volvió irrespirab­le. Perdió también el sentido como espacio de ocio para transforma­rse en un lugar de comercio y trabajo. Se talaron grandes árboles cuyas raíces se enredaban con las de la metrópolis, se derribaron estatuas y con el mármol se construyer­on las lindes de los huertos. Las granjas se multiplica­ban y donde hubo hermosos parterres diseñados por paisajista­s y agrimensor­es con el único propósito de la belleza surgieron cochineras en las que se revolcaban los cerdos. Sangre. El matadero fue instalado de nuevo en el centro de la ciudad y, con él, la íntima relación con la sangre. El argumento político, que había comenzado como un ejercicio de ahorro, giraba en torno a la necesidad de que los ciudadanos supieran de dónde provenía la comida. Tiempo

Tiempo después, un partido presentó a un cerdo a la alcaldía. Para sorpresa general, ganó las elecciones

después, un partido presentó a un cerdo a la alcaldía. Para sorpresa general, ganó las elecciones. Al cabo de unas semanas lo sacrificar­on. La oposición ofreció una gallina y fue desplumada. Le tocó el turno a la vaca y la cabeza colgó de un gancho. Solo la oveja logró sobrevivir a la matanza de los inocentes. Cuando abrió la boca y soltó su célebre y conforme 'beeee', los concejales aplaudiero­n la clarividen­cia política, y su entrega y sumisión, que era también la del pueblo.

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