El Periódico - Català - Dominical
Un plan de vuelo
vEl avión despegó de Lisboa con el sol frío de invierno y sin ninguna nube que pusiera objeciones. Tolerar la brusquedad de los despegues, y el ensayo de verticalidad, es algo a lo que solo se habitúan los profesionales de la aviación, cuya sangre debe de tener una densidad distinta y los glóbulos rojos, una peculiar flotación.
El vuelo transcurrió con normalidad, entre repentinas y desasosegantes turbulencias, y pese a la extrañeza –jamás superada, sin importar la veteranía del pasajero– de que un cacharro con aquel peso y tamaño pudiera mantenerse en el aire sin caer, cada uno estuvo a lo suyo: sestear, leer, jugar con el móvil, trabajar, parlotear o agarrarse a los reposabrazos cada vez que un cambio de presión atmosférica bamboleaba la nave. Hubo bandejas para los pasajeros de primera clase, separados del resto por una cortina más simbólica que eficaz, y sándwiches para los demás, sin que pudiera decirse que aquello que servían a los privilegiados fuera considerado exactamente comida, recipientes de aluminio que contenían algo deglutido, pero que se anunció como raviolis con tomate y queso. primer día del mundo, alzó de forma repentina el morro y los pasajeros creyeron que el corazón les tocaba la campanilla. Aterrizaje abortado por culpa de la tormenta que llenaba el cielo de cabellos desquiciados y luminosos. Durante un rato, el vuelo se desplazó en silencio a salvo de las nubes negras sin que los viajeros supieran a dónde se dirigía. El capitán habló con la voz de Dios: «No tenemos combustible para intentar un segundo aterrizaje, así que nos dirigimos a Palma de Mallorca para repostar». La consternación era absoluta. Los quejidos, en voz baja. A bordo, un funeral sin muertos.