El Periódico - Català - Dominical

La democracia se ahorca a sí misma

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pEl caudillo del partido de ultraderec­ha se pasmó con los resultados de las elecciones al Parlamento regional. Esperaba una buena cifra, aunque no el éxito tumultuoso e incontesta­ble. Disimuló la natural perplejida­d porque vacilar era de débiles, asegurando – con la marcialida­d de quien pretende ejércitos– a quienes quisieran escucharlo que, según sus cálculos, aquello era lo previsto. A medida que la noche electoral avanzaba, el brazo derecho peleaba por olvidar la prudencia y disparar el resorte del saludo romano, aunque la mente le recordaba una y otra vez que controlara las emociones, pues el poder solo se alcanzaba desde el disimulo. Algún día no demasiado lejano, el brazo se alzaría con esplendor. De momento, lo prudente era el reposo.

La campaña había sido una orgía. Aun sin representa­ción parlamenta­ria, los medios de comunicaci­ón habían cubierto y difundido los mítines y dado eco a sus proclamas de pirómano. ¿Acaso no se daban cuenta de que una de las primeras cosas que haría tras alcanzar el mando absoluto sería silenciar a esas mismas cabeceras? ¡Qué asnos eran los periodista­s, capaces de impulsar a un ultra con tal de cumplir con la sagrada libertad de expresión! Esas eran las paradojas de la democracia, régimen que se ahorcaba a sí mismo dando cabida a tipos como él y a partidos como el suyo. La mejor manera de aniquilar la democracia era desde la democracia.

Lo llamaban racista, machista, homófobo, nacionalis­ta, supremacis­ta, y todo era verdad, pero él era un retorcedor de palabras, especialis­ta en lavadoras y blanqueos, y respondía que lo que promovía era la seguridad, la igualdad, el amor por la patria, un viejo y olvidado orgullo de raza y Dios (el único, el de furia y barba blanca). Le maravillab­a que alguien aceptara tan triviales explicacio­nes, comprendía que lo votaran los bolsillos grandes, ya que era un colectivo que

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