El Periódico - Català - Dominical
Los invisibles
aLos politólogos, esos adivinos del presente, no atinaban a entender por qué en aquel pueblo había ganado la extrema derecha de una forma avasalladora. Ciertamente se trataba de un área que acogía –de mala manera– a un gran número de inmigrantes, mano de obra barata que posibilitaba que muchos propietarios tuvieran un modo de vida confortable: casas en ese estilo arquitectónico aberrante que favorecía el dinero sin gusto, coches del tamaño de portaviones y con prestaciones de balsa porque los usaban para cortas distancias. La conclusión a la que llegaban los estudiosos de aquella demoscopia gripada era que los forasteros irritaban la mucosa de la sociedad y que por eso los ultras crecían con la impunidad de las setas tóxicas.
De ser cierta la reflexión –probablemente lo era–, ¿cómo se entendía que los señores alancearan a sus propios criados? No los querían, pero los necesitaban. Entonces, ¿por qué votaban a una formación ultraderechista que prometía expulsarlos? Qué locura bipolar. ¿Qué sentido tenía eso? De conseguir llegar al Gobierno de la nación, los neofascistas cambiarían las leyes para que la xenofobia –fobia al extranjero– dejara de ser una lacra contra la que luchar para pasar a ser un término entusiásmico. La definición de 'xenofobia' era corta como la cola de un bulldog: solo hablaba de extranjero, sin atribuirle color ni dotación económica. Nadie odiaba a un suizo ni a un canadiense.
La localidad se amontonaba como una floración de cactus en el desierto: austera, áspera, puntiaguda, incómoda. La atmósfera era canela por el polvo en suspensión. Alrededor del poblado del Oeste, los invernaderos, kilómetros y kilómetros de plásticos –suficientes para hacer millonarios a los fabricantes de polietileno– bajo los que crecía una ubérrima huerta con goteo en las venas. Había que imaginar el sándwich: arriba, el gris plastificado; en medio, el verde; debajo, el siena del arenal. Ese negocio asfixiante –los toldos multiplicaban el agobio del páramo– necesitaba de obreros conformes, y la docilidad solo surgía si el optante a la plaza estaba desesperado. A muchos capataces