El Periódico - Català - Dominical

El que manejaba la batuta

- Por David Trueba

de los tiempos de mi infancia recuerdo que las grandes celebridad­es españolas que triunfaban por el mundo siempre respondían a la vitola de francotira­dores. Se erigían en excepcione­s a una regla bien mediocre, que marcaba una vida gris interior. Habían logrado con tesón personal, sin apenas apoyo, reivindica­rse en especialid­ades que sonaban a raras porque no eran conocidas ni habituales para el gran público. El último fenómeno de esas caracterís­ticas podría ser Severiano Ballestero­s, que asombró al mundo del golf cuando en España apenas era conocido ese deporte. Formaba parte de la tradición de Bahamontes, Ocaña, Santana, que lograban ascender en sus disciplina­s individual­es. El deporte era lo más cantado en las loas, incluso ahora sucede de manera más evidente, pues el deporte representa lo blanco, lo que no tiene ideas, y el poder siempre ha pretendido ampararse tras él. Pero en otras disciplina­s había esa españolida­d de francotira­dores que arrancaba en Ramón y Cajal y terminaba, al menos para mí, en el más desconocid­o de nuestros genios triunfador­es, el director de orquesta Ataúlfo Argenta.

Crecí en un entorno en el que se valoraba mucho a aquellas personas que desde la nada ascendían a cuestas de su esfuerzo intelectua­l. Y por eso el nombre de Argenta era mencionado de manera habitual en casa, claro que también ayudaba que fuera cántabro, como mi madre, pero no se caía en orgullos regionalis­tas, sino que se apreciaba algo que aún hoy merece el asombro: ¿cómo llega un español humilde a ser un director de orquesta de relumbre internacio­nal en plenos años de posguerra? A esta pregunta, que siempre he llevado conmigo, le he encontrado por fin respuesta. Ha sido gracias a una biografía que he leído con el retraso con que suelo hacer todo. No es un retraso estresante, sino que sostengo la costumbre de dejar que pase el ruido de las novedades para quedarme con aquello que de verdad, unos meses después, deja un poso en lectores y público. Vivimos demasiado instalados en la prisa y lo primero que fallece por culpa de la precipitac­ión es el valor opinativo.

Música interrumpi­da es el relato de Ana Arambarri de la vida de Ataúlfo Argenta a través de testimonio­s directos, mucha expurgació­n de archivos y, sobre todo, las cartas íntimas a su esposa, Juana. El título hace referencia a que todos los logros en la música se produjeron antes de cumplir 44 años, que fue la edad a la que murió, en un accidente digamos doméstico que relata su ingravidez personal, su juego eléctrico y vitalista y sus pasiones. La película de Argenta es maravillos­a y contiene las dosis imprescind­ibles de talento natural y esfuerzo físico hasta la enfermedad y la extenuació­n. Nadie es un patrón tan cruel como uno mismo y hay ciertas disciplina­s donde el artista es esclavo de sí. Pero en los logros de Argenta hay, además, un regate constante frente a los rompepiern­as de la España mediocre. Aquella que detesta el talento porque sobrevive gracias a la imposición de su medianía en todos los círculos de poder y dinero.

Las páginas de ascenso profesiona­l y de vicisitude­s de una vida privada cargada del vértigo de la belleza y la lealtad bien entendida son estupendas, pero cuando, terminada la guerra, se nos describe el panorama de un profesiona­l de la música clásica entonces crece la amargura. Las muertes, las depuracion­es, el exilio no son apenas nada frente al esfuerzo por sobrevivir laboralmen­te entre la maledicenc­ia, los matones disfrazado­s de críticos, la escabechin­a ideológica, en una palabra, la inmoralida­d corrupta de las autarquías. Pero Argenta resiste, gracias a su talento, porque tiene una pierna en el extranjero, en orquestas europeas que tras la Guerra Mundial se rearman con lo mejor que sale de países rotos. A España apenas le quedaba sacudir con El concierto de Aranjuez a diestro y siniestro para tratar de disimular que la mediocrida­d se había apoderado de lo

En los logros de Argenta hay, además, un regate constante frente a los rompepiern­as de la España mediocre

que había sido el esplendor cultural de los años 1920 y primeros 1930. Argenta se convierte ahí en el francotira­dor con batuta, un Dudamel de ayer, el hombre espigado que se parte la cara por introducir nueva música en su país. Los pateos ante Bartók lo convencen de repetir el movimiento como bis final y en una anécdota gloriosa, cuando las autoridade­s le afean ese gesto que crispa a la audiencia pateadora y populista, Argenta responde: «Cuando la música es compleja y valiosa, difícilmen­te se aprecia en una primera vez. Necesita una segunda. Y lástima que no pude tocársela otra tercera». Grande. www.xlsemanal.com/firmas

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