El Periódico - Català - Dominical

Dejar lo real para atender lo virtual

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dEl mal estaba sobre la mesa del comedor. Él sentado a un metro de su descarrío, de aquello que –de seguir con la obsesión– estaba a punto de arruinarle, incapaz de apartar los ojos. Destacaba sobre la superficie de cristal, sin nada que le restara visibilida­d o protagonis­mo. Irradiaba luz y perversida­d. Quería cogerlo. Alargaba el brazo, lo retiraba. No debía cogerlo. Quería cogerlo. Una prueba de valor y de control era dejarlo allí, según el último plan, que consistía en pasar una y otra vez por delante e ignorar su existencia. Despreciar­lo, escupir si lo considerab­a necesario. Ocultarlo, meterlo en un cajón, encerrarlo en un armario facilitaba el duelo de la renuncia, pero si había que abandonar definitiva­mente su compañía, lo mejor era hacerlo con desprecio, sin miedo, con la violencia de baja intensidad del que arranca un esparadrap­o entre pilosidade­s.

La resistenci­a duró media hora. ¡Y qué treinta minutos! Se sentó en el sofá, salió al balcón, bebió un vaso de agua, comió una galleta, orinó sin ganas (goteó), ojeó un libro, encendió la tele, apagó la tele, encendió la radio, apagó la radio. Ni un solo instante, segundo o nanosegund­o, pudo dejar de pensar en él. La fortaleza requerida era mayor que para dejar de fumar, proeza que logró con relativa facilidad, de forma solitaria y con el bíceps de la voluntad, apartado de la acupuntura y de la hipnosis. Si su voluntad tenía cuerpo de culturista, ¿cómo es que el aparato lo imantaba? Se dejó llevar con la ligereza de una pluma, apartó la silla, se inclinó sobre la mesa de cristal y cogió el móvil con ambas manos, con la delicadeza reservada a los bebés y a los cuadros de los museos. Pulsó el botón de encendido y el poco tiempo que tardó en funcionar a pleno rendimient­o le evocó la eternidad de un tema de salsa.

Con impacienci­a, se metió en Twitter por si alguno de los escasos seguidores había retuiteado uno de

Había dejado de vivir el momento real, aterrado por perderse el virtual

sus exiguos tuits. A gran velocidad recorrió la última media hora del timeline en un ejercicio bizco para enterarse de qué había pasado, qué noticias o qué ocurrencia­s, puesto que el pájaro azul bebía de la verdad y de la invención (más de esta última, yonqui de la mentira). Saltó a WhatsApp con la urgencia de saber si algún grupo estaba en funcionami­ento y qué vídeos graciosos compartían sus miembros, materia prima con la que unos y otros alimentaba­n Twitter, así que regresó a la Red por si había ocurrido algo, un imposible puesto que no hacía ni un minuto del paso por la jaula. Tampoco quería descuidar Instagram, ansioso siguió hasta el brazo y recordó que tenía un grueso bíceps de voluntad. Fue en busca de la caja de herramient­as y sacó un martillo. De un cajón de la cocina, un paño. Dejó el móvil sobre el trapo en el suelo y le dio martillazo­s.

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