El Periódico - Català - Dominical
'12 points'
veo con estupefacción fragmentos del Festival de Eurovisión de este año. Hacía mucho que no veía nada del citado festival. Y confieso que, cuando me pidieron mi apoyo para que esta edición se hiciera en Tel Aviv, no dudé en darlo. Mi argumento, que a muchos les sonó homófobo, insolidario, heteropatriarcal y no sé qué más, es que el Festival de Eurovisión debía celebrarse en Israel, más que nada para fastidiar a las comunidades de judíos ortodoxos a los que el desfile de frikis vestidos de bondage, transexuales, travestidos, mujeres vestidas con transparencias y preciosas bailarinas gorditas no les iba a hacer la menor gracia. Otro argumento que no mencioné es que, si Nick Cave actúa en Israel, ¿quiénes somos los demás mortales para oponernos? No creo que boicotear un festival inocuo vaya a cambiar para nada el statu quo de la comunidad palestina, que vive en un estado de represión continua. Si lo hubiera creído, no hubiera dudado en oponerme. En fin, ya me he acostumbrado a no estar del 'lado correcto de la historia' y a asumir las consecuencias de lo que algunos califican como mis 'salidas de pata de banco', y yo, simplemente de «vamos a ser prácticos y boicotear cosas que vayan a servir para algo». Hay tantas ansias de rasgarse las vestiduras por parte de ciertos sectores que estaría todo el día defendiéndome, argumentando, discutiendo, y francamente no me da la vida. Viendo el resumen del festival, lo que más me asombró no fue Madonna desafinando a lo grande en su interpretación de Like a prayer ni la cantante australiana disfrazada de emperatriz de Bizancio, a la que parecía que habían empalado junto con dos coristas, lo que me recordaba una secuencia fantástica del Drácula de Coppola, ni tan siquiera que España enviara lo que me atrevo a calificar (¡hola, haters!) de la canción más boba de la historia, en vez de enviar al genial dúo Ladilla Rusa con alguno de sus atómicos hits
Maculay Caulkin o Chucherías Mari
(altamente recomendable su álbum
Estado del malestar, escúchenlo y me lo agradecerán). No, ni siquiera me asombraron los presentadores de los diferentes países, que, con un inglés aproximativo, exhibían un entusiasmo que sólo puede explicarse con altas dosis de mescalina o Ritalin para dar sus puntos a países que poca gente sabe exactamente situar en el mapa. Ni Macedonia del Norte votando a Grecia. Lo que me asombró de verdad es que hoy por hoy esta exhibición bizarra de pop trasnochado y barraca de feria es el único acontecimiento vagamente cultural en que gente de medio mundo
Si Nick Cave actúa en Israel, ¿quiénes somos los demás para oponernos? No creo que boicotear un festival inocuo vaya a cambiar el 'statu quo' de la comunidad palestina
se abraza, salta, grita, vota, demuestra que hay algo más allá de banderas y fronteras. Si musicalmente estuviera medio bien, mi fe en la humanidad se vería totalmente restaurada.
chilaba. Nunca pensé que cenaría a un metro y medio de Bill Clinton. Tampoco que llegaría a Nueva York en un helicóptero junto a dos pijos treintañeros ni que un hombre con chilaba estaría recibiendo auxilio médico en el helipuerto justo antes de que nosotros partiéramos. Parece una historia descabellada, pero es una sencilla concatenación de hechos.
Calambre. Había viajado a la Gran Manzana –qué nombre tan ridículo– para pasar unos días con el cocinero José Andrés, que acababa de inaugurar el multiespacio gastronómico Mercado Little Spain con los hermanos Adrià. Dados la hora a la que aterrizaba y al punto al que iba –ese nuevo barrio llamado Hudson Yards, con seis rascacielos, y que se ha convertido en la ultimísima operación inmobiliaria de Manhattan al colonizar antiguos almacenes ferroviarios–, me aconsejaron que volara en helicóptero desde el aeropuerto JFK, algo que me llenaba de inquietud y calambres después de ocho horas encajado en un avión.
era turbio, Manhattan se teñía de marrón y el helicóptero bordeó el río Hudson –del color de la tripa de una sardina muerta– con algunos saltos preventivos. Bajamos y el corazón seguía en su sitio, latiendo con aceptable rutina. Supongo que el árabe sobrevivió a su viaje.
Intruso. La recepción con los Clinton se iba a celebrar en la Biblioteca Pública, edificio cimentado con libros, y José Andrés era el invitado principal, al que premiarían por la labor humanitaria al frente de la ONG World Central Kitchen, sin duda el mejor de sus trabajos. El compromiso de José no es un truco publicitario, sino el convencimiento de que la cocina puede cambiar el mundo. En el hotel mudé de piel y de estatus gracias a la corbata y me fui a la gala sintiéndome el intruso que se cuela en el jardín por la puerta de atrás. Los porteros me pusieron enseguida en mi sitio y fui rescatado por Satchel, ayudante de José. Dentro de la fiesta había una segunda fiesta, en la que los mayores benefactores de The Clinton Foundation se fotografiaban con el presidente, Hillary y la hija de ambos, Chelsea, embarazada. Hice algunas fotos con el móvil y el servicio secreto me pidió sin esconderse que me abstuviera de ese ejercicio.
Pergamino. La cena fue bajo la cúpula de cristal del Celeste Bartos Forum. Los comensales habían pagado una fortuna por sentarse y la contraprestación era un chiste: manteles asalmonados, sillas blancas y fundas de azul esmeralda, hojas de palmeras como centros de mesa, un pinot noir que no bebería ni Bukowski y un bacalao más seco que uno de los pergaminos de la biblioteca. El grupo de jazz impedía cualquier conversación, aunque escuché el resumen de la mujer que se sentaba a mi derecha: «Si no vas a ciertos sitios, no eres nadie». Clinton estaba en la mesa de al lado, la 13, y para resarcirme lo acribillé (¡glups!) a fotos. Seguro que al llegar a su mansión sintió que le habían robado el alma. Conversó poco con las personas que lo flanqueaban, que, por lo que me dijeron, eran estupendos contribuyentes. Gafas blancas transparentes, en comunión con el cabello, y reloj XL en la muñeca izquierda. Lo más divertido fue la subasta benéfica. Pagaron 60.000 dólares por una botella de whisky firmada por Hillary y 120.000 por un viaje con Bill Clinton en avión privado para ver a los Rolling Stones. ¡Ah, qué juerga de septuagenarios!
Ileso. Mientras escribo esto, leo que se ha estrellado un helicóptero en el mismo punto al que llegué. El piloto, único ocupante, salió ileso. Me siento ahora como el hombre de la chilaba. ¿Dónde está el desfibrilador?
Pagaron 120.000 dólares por un viaje con Bill Clinton en avión privado para ver a los Rolling