El Periódico - Català - Dominical
Hembras preñadas que paren
señalar que el disparate en que vivimos afecta a las palabras que utilizamos,
o a las que evitamos utilizar, no es novedad a estas alturas de la verbena. Hay gente con tiempo libre y pocas necesidades expresivas que se afana por establecer listas de palabras correctas e incorrectas, incluso de permitidas y prohibidas, que luego pretende imponer con la energía de un inquisidor celoso. Si hace medio siglo aún había expresiones malsonantes que escandalizaban a las autoridades civiles y eclesiásticas, y eran objeto de sanción social y consecuencias penales, no es que las cosas estén hoy ocurriendo de nuevo, sino que empeoran respecto a las últimas décadas. Nunca, ni siquiera en mi juventud –y eso que viví los últimos tiempos del franquismo–, hubo menos libertad a la hora de abrir la boca para decir algo. Más peligro de que te cayeran encima con el fruncir de cejas y con la estaca.
El fenómeno es internacional, pero voy a referirme a España, que es donde vivo y en cuya lengua castellana, el español hablado por 570 millones de personas, escribo y me gano el jornal. Esto del jornal es importante, porque las palabras son mi herramienta de trabajo. Con ellas cuento historias, y necesito por tanto que sean limpias, variadas y eficaces. Por eso tengo ahí la misma sensibilidad, en defensa propia, que tendría un albañil con sus ladrillos y su paleta, un fontanero con la llave inglesa o un médico con su estetoscopio. Por supuesto, el lenguaje debe evolucionar con la sociedad que lo utiliza. De no ser así, seguiríamos hablando como Julio César o Almanzor. Pero una cosa es evolucionar, y otra encogerse y desaparecer. Son cada vez más las palabras sometidas a censura