El Periódico - Català - Dominical

Milagros

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hay una secuencia en La dolce vita, de Federico Fellini que, desde que vi la película, se me quedó grabada. No es la única, por supuesto, porque la película, como todo el cine de los grandes, guarda siempre sorpresas y rincones inexplorad­os que sólo se perciben después de verla repetidas veces. Ésta hace referencia al momento en que Guido, el desencanta­do reportero, va con su novia a cubrir la informació­n de un milagro en las afueras de Roma. Unos niños afirman haber visto a la Virgen y, rodeados de un grotesco cortejo, empiezan a señalar diversos lugares donde supuestame­nte se les aparece mientras la gente, los periodista­s, la familia y los enfermos con sus cuidadores corren como gallinas sin cabeza intentando acercarse a algo que, obviamente, no está allí. Estas imágenes estremeced­oras son una buena representa­ción de muchos momentos de nuestras vidas y también de tantos y tantos momentos de la vida de la humanidad. Corremos de acá para allá intentando acercarnos a algo que potencialm­ente curará nuestros males y será la solución definitiva para todos nuestros problemas, aunque la lógica y el sentido común nos indican lo contrario. Seguimos a líderes con discursos sin sentido que, a su vez, van dando tumbos y giros completame­nte aleatorios porque no tienen la menor idea de lo que están haciendo. Votamos a los que creemos menos dañinos y terminan haciendo el mismo daño que los que creíamos salidos del averno. Dejamos nuestro dinero en manos de la banca, cuyo rescate con el dinero de nuestros impuestos parece ya un hecho consumado y olvidado en la noche de los tiempos. Escuchamos que la economía americana va viento en popa, a pesar de que su presidente es un bufón mentiroso que se presentó candidato para subir la audiencia de su programa de televisión y que ni siquiera disfruta ocupando el despacho oval. Y este hombre ignominios­o, probableme­nte el menos capacitado de la historia para este cargo, será reelegido, a menos que se le atragante la bolsa gigante de Doritos que consume diariament­e.

Cuando estoy en pleno rodaje de un proyecto, hay un momento mágico en el que todo parece encajar y sientes que la cámara capta algo intangible, una corriente de amor que tiene que ver con la química y hasta con la metafísica. Minutos más tarde, me doy cuenta de que era un espejismo y de que tengo que seguir intentando plasmar algo que quizá es inalcanzab­le: la realidad en todas sus capas, compleja, inasible, complicada, rica, dura. Yo también corro de acá para allá hacia todas las direccione­s donde creo que se aparecerá la Virgen o la verdad o lo absoluto o vaya usted a saber. Y me esfuerzo y sudo y me canso y me extenúo y sigo

Votamos a los que creemos menos dañinos y terminan haciendo el mismo daño que los que creíamos salidos del averno

en pos de una quimera que no sé si existe o, de existir, si la alcanzaré.

Queremos creer en los milagros. Y el único milagro de verdad es que, a pesar de todo, estamos vivos y hay mañanas que huelen a promesa, a hierba recién cortada y a esperanza.

égloga. Formaba parte del discurso (inane) de los políticos y de algunos éxitos editoriale­s recientes: el éxodo rural había dejado los pueblos desposeído­s incluso de su etimología. Sin pobladores, ¿podían existir los pueblos o acaso perdían el nombre? Jóvenes novelistas evocaban la despoblaci­ón sin melancolía y de una forma realista, sulfatando las venenosas églogas pastoriles, que dibujaban el campo como algo bucólico y no como lo que era: un lugar en el que la vida y la muerte borraban fronteras a diferencia de la ciudad, donde la pérdida era algo invisible que transcurrí­a por caminos secundario­s y profiláctic­os. ¿Qué urbanita había visto despelleja­r a un conejo, el contraste entre la sonrosada chicha y el abrigo de pelo, los ojos saltones en el cráneo pelado?

Contaminac­ión. El alcalde tenía bajo su jurisdicci­ón varios núcleos dispersos: entre todos sumaban unos 100 habitantes; la mayoría, mujeres y hombres mayores, ya con más piel que carne. Piedras venerables y cuerpos con corteza: esos eran sus dominios. La ausencia de niños había obligado a cerrar la escuela, y la emigración de los jóvenes, el aserradero, cuyo capataz había sido él. La preocupaci­ón por cómo repoblar la zona lo había convertido en un activista del territorio. Más veces de las deseadas dejaba las montañas para asediar, en la capital, a los acomodados políticos de la Diputación en busca de auxilio y estrategia­s y compromiso. Nunca consiguió nada, así que por su cuenta, y tras acuerdos con los vecinos, había ofertado casas y tierras gratis a los urbanitas que deseaban despegarse de la contaminac­ión.

Aserradero. Pasó algún tiempo antes de que una pareja telefonear­a interesánd­ose por la proposició­n. Las comunicaci­ones con aquel lugar remoto eran difíciles, reconoció el alcalde, pero el aislamient­o quedaba compensado por el excedente en belleza. La pareja pidió un periodo de prueba antes de decidirse por el cambio de domicilio, por lo que empacaron lo necesario para un mes y, si se convencían, hacer la mudanza a lo grande. El alcalde los recibió con un porrón con un vino que, dijo, había guardado para la ocasión. Los recién llegados nunca habían echado mano de aquel instrument­o, así que consiguier­on mojarse las caras y mancharse las camisetas. Temieron que fuera una prueba, algo que el alcalde desmintió de inmediato. El que parecía más feliz era el chucho de la pareja –aceptado de inmediato por los del alcalde–, que no dio síntomas de vértigo ante la inmensidad que se abría ante sus patas, acostumbra­do a un piso no mayor que un bebedero de patos.

El alcalde los invitó a cortar leña en el aserradero y ellos no pudieron dejar de pensar que los examinaba.

Coartada. Exhaustos, se retiraron a la casita que les había preparado el anfitrión muy cerca de la suya, con unas vistas que expandían el ánimo. Los siguientes días exploraron el prodigioso espacio: el caudaloso río, los ubérrimos bosques, los picos en los que se enganchaba la nieve en invierno y las cinco aldeas bajo su mando, y en ninguno de aquellos lugares vieron a ninguno de los 100 habitantes, aunque intuían presencias tras las ventanas, figuras que los miraban sin dejarse ver. El alcalde se excusaba diciendo que eran ancianos, poco comunicati­vos y reacios a las novedades. También les preocupaba que, con la coartada del hospedador responsabl­e, no los dejara en paz. Los vigilaba con la concentrac­ión de un perro ovejero.

acía 53 años que los habitantes de la isla de Java, la más poblada de Indonesia, no vivían algo así. A las inundacion­es están acostumbra­dos: se dan todos los años durante la estación de lluvias (de octubre a abril), pero lo de este año solo se puede comparar con aquel fatídico 1966 que todavía se recuerda. Este 2019, el río Citarum –que recorre 300 kilómetros de Java– se ha 'encabritad­o' más de lo habitual: hay 130.000 personas afectadas por las inundacion­es; 50.000 de ellas se han refugiado en centros de acogida;

Las riadas han matado a más de 100 personas y han afectado a 130.000

La gesta del almirante. Tato Cabal novela en La forma del mundo (editorial Bolchiro) la gesta de Fernando de Magallanes y la primera vuelta al mundo.

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Habitantes de Dayeuhkolo­t, en la isla de Java, retoman su vida tras las inundacion­es.
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las lluvias el año que viene y aumentarán los corrimient­os de tierra favorecido­s por la tala ilegal. Los furtivos de la madera siegan los bosques de octubre a marzo. Preparan así el terreno para la riada mortal: este año han fallecido más de 100 personas.
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POR ALBERT CORBÍ
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