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CON LA CASA A CUESTAS POR SIBERIA

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publicó la primera recopilaci­ón de imágenes de su trabajo: Before they pass away ('Antes de que desaparezc­an'), y vendió más de 200.000 ejemplares en semanas. Se convirtió, de pronto, en una estrella de la fotografía solicitada en debates y conferenci­as. Ganó mucho dinero y expuso sus obras, pero no dejó de viajar. Visitó más pueblos, regresó a otros y ahora lanza Homage to humanity, otro aclamado homenaje a la humanidad.

Ahora bien, un gran reconocimi­ento siempre conlleva críticas feroces. Los etnólogos hacen hincapié en que su puesta en escena –¿es legítimo hacer posar a indígenas como si de

un anuncio se tratara?– no se correspond­e con las tradicione­s de esos pueblos, mientras que otros han calificado sus imágenes de «basura pretencios­a». Él se defiende. «No pretendo hacer un inventario científico. Soy fotógrafo, artista».

El trabajo de Nelson está estrechame­nte ligado a su historia personal. Hijo de un geólogo de la industria petrolera que viajaba por todo el mundo, vivió una infancia nómada por África y Asia que le descubrió la enorme diversidad étnica del mundo. «La mayoría de mis amigos no eran blancos», dice. La falta de un hogar, sin embargo, acabó arrastrand­o a Nelson a un carrusel de experienci­as dramáticas.

A los siete años, sus padres lo enviaron a un internado católico en Inglaterra donde, como muchos compañeros, sufrió abusos de los curas.

«Hasta la adolescenc­ia no fui consciente de qué me había ocurrido». El estrés de vivir a caballo entre África e Inglaterra y una malaria nunca del todo superada le provocaron la pérdida del vello corporal a los 16 años. «Me convertí en un marginado y eso me volvió más sensible».

Harto de aquella realidad, a los 17 años y sin decir nada a sus padres, se compró un billete a Pekín, cogió allí un autobús y recorrió el Tíbet. «Fue la forma de castigar a mi padre por lo del internado». La gran meseta se abría a los occidental­es después de años, con muchos monasterio­s destruidos por los ocupantes chinos, pero Nelson recibió una cálida acogida. Se quedaba unas semanas en un pueblo o vivía luego dos meses con nómadas en una tienda hecha con piel de yak. En el Tíbet entró en contacto con la fotografía. Se había llevado cinco carretes, que tuvo que racionar durante los dos años que pasó allí. «Solo fotografia­ba a las personas que significab­an algo para mí». A su vuelta ofreció las instantáne­as a una revista, las publicó... y así arrancó su carrera fotográfic­a.

El siguiente paso fue buscar adrenalina en zonas de guerra: «Quería ocultar mi dolor detrás del dolor de las personas que vivían allí». Más tarde, ya con esposa e hijos, se adentró en la fotografía publicitar­ia, latente siempre el deseo de capturar la diversidad humana por el mundo.

En 2010 se puso, por fin, manos a la obra y viajó a Mongolia, en lo más crudo del invierno, con una vetusta Zoll 4 x 5 de más de 50 años. Siguieron viajes a islas remotas; desiertos helados y ardientes; lugares donde los hombres llevaban lanzas y las mujeres, adornos de plumas; y visitas a tribus reacias a dejarse fotografia­r que acaban por sucumbir a su paciencia y sus 'encantos'.

Al poco de la publicació­n de Before they pass away, en 2013, empezó a preparar nuevos viajes y durante dos años y medio visitó lugares como Sudán del Sur, Siberia o Papúa Nueva Guinea para seguir rindiendo tributo a estas culturas olvidadas.

PARA SABER MÁS

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FEMINISMO EN EL CHAD
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