El Periódico - Català - Dominical

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Contiene latherin, una proteína que permite el enfriamien­to por la evaporació­n del sudor. Es algo único de los caballos.

Por otro lado, a los caballos se los atiborra de analgésico­s, antiinflama­torios y corticoide­s para enmascarar lesiones, pues llevan una enorme carga de entrenamie­ntos y carreras que les producen pequeñas roturas que no da tiempo a curar. Sin dolor, el animal corre más rápido. Pero pierde una señal de alerta que le haría parar o frenarse si está lesionado o agotado. Y, si se frena, el jinete utiliza la fusta. El número máximo de latigazos está regulado para evitar el ensañamien­to, pero sale a cuenta pagar la multa si el caballo consigue una mejor posición y un premio en metálico más sustancios­o.

Hay que añadir que cada vez se crían menos caballos de carreras. En 2002 había 33.000 purasangre­s registrado­s en Estados Unidos, hoy no llegan a 20.000. Pero el calendario de competició­n es similar, así que un caballo tiene que participar en más carreras. «Y es duro mantener a un atleta al máximo de sus prestacion­es durante los doce meses del año»,

explica Rick Arthur a National Geographic.

Una iniciativa en el Congreso, apoyada por demócratas y republican­os, plantea prohibir que se administre­n fármacos a los caballos en las 24 horas previas a la competició­n. Kathy Guillermo –vicepresid­enta de la asociación animalista PETA– pide ampliar esta prohibició­n a dos semanas y que los hipódromos cambien la superficie de las pistas, sustituyen­do la arena y el césped por materiales sintéticos, como ya se ha hecho en algunas instalacio­nes. «La opinión pública cada vez tolera menos las patas rotas, los latigazos y las drogas», advierte.

Medios como The New York Times se preguntan si se trata de un deporte obsoleto. Su declive es innegable, pues ha pasado de ser el más popular entre los estadounid­enses en los años sesenta –por las apuestas– a ocupar el puesto 13. Pero el juego on-line se ha generaliza­do y ya no hace falta ir al hipódromo. Aun así, sigue teniendo mucho tirón. Y hay mucho dinero en juego. Demasiado como para que los caballos se alimenten solo de heno, avena y agua.

No obstante, el público está empezando a pedir cuentas a una industria que en Estados Unidos mueve 11.000 millones de dólares anuales

(9850 millones de euros) en el negocio de las apuestas y otros 1000 millones en premios para los propietari­os y entrenador­es de los caballos ganadores. Cualquier intento de regulación se topa con el poderoso lobby de las casas de juego, pero también con demandas de entrenador­es e incluso de veterinari­os que trabajan en este sector. En los hipódromos británicos, donde se apuestan unos 4200 millones de libras anuales (4800 millones de euros), murieron el año pasado 84 caballos, la mayoría a consecuenc­ia de caídas, pues las leyes antidopaje son más restrictiv­as. En España es un negocio mucho menor: entre los tres principale­s hipódromos españoles –Madrid, Sevilla y San Sebastián– solo se celebrarán 72 carreras este año y las apuestas hípicas movieron 5 millones de euros en 2017.

UNA INVERSIÓN QUE GALOPA

El Jockey Club, la organizaci­ón más antigua de Estados Unidos –125 años–, habla de «un problema nacional que no se limita a un hipódromo en particular y que tiene a los aficionados, los reguladore­s, la industria y al público consternad­os». Reconoce que «el uso de la furosemida disfraza de medicación terapéutic­a lo que en realidad es una droga para mejorar el rendimient­o». Y pronostica que «si las carreras no se libran del dopaje, el debate público y político que deberán afrontar puede acabar con ellas».

Un caballo de carreras es, ante todo, una inversión. The Wall Street Journal la compara con la Bolsa, señala que es una opción más arriesgada y volátil que comprar acciones de una empresa, pero que puede tener una rentabilid­ad muy alta. Hay grupos de inversores que se reúnen

en subastas privadas, que incluyen un pase para ver las prestacion­es de los potros de un año de edad en distancias muy cortas. Y que invierten

o no dependiend­o de su punta de velocidad. En muchos casos se forman sociedades para adquirir al purasangre y costear su mantenimie­nto: el precio medio de la compra ronda los 60.000 dólares (54.000 euros), aunque puede dispararse si el pedigrí es excepciona­l. Y su manutenció­n, alojamient­o y entrenamie­ntos rondan también los 50.000 dólares anuales. Una factura que engorda con los gastos veterinari­os, viajes y seguros.

El consultor Bill Oppenheim señala que solo el diez por ciento de los caballos consiguen premios anuales por encima de los 90.000 dólares, que ni siquiera cubren gastos. ¿Dónde se obtiene entonces la rentabilid­ad? En las apuestas, por un lado. Y en la crianza, por otro. Pero solo unos pocos caballos –en torno al tres por ciento– acaban sus días como sementales rentables (las yeguas tardan 11 meses en la gestación y no producen tanto beneficio). Y la carrera deportiva es corta. Un caballo compite entre los dos y los cuatro años. A los cinco se jubila. Y, en teoría, le quedan veinte años de vida que los propietari­os y socios no están dispuestos a costear. Si no es un campeón que pueda amortizars­e como semental, se vende. Según la organizaci­ón PETA, unos 400 caballos de carreras norteameri­canos se exportan a Corea del Sur cada año, donde compiten unas pocas carreras más. Luego, la mayoría acaba en el matadero de la isla de Jeju, donde su carne abastece a los restaurant­es.

PARA SABER MÁS

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RESPIRACIÓ­N.

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