El Periódico - Català - Dominical
La verdad más transparente
cuando Hédi Fried, una superviviente de Auschwitz, fue invitada a un programa debate de televisión en
Alemania y preguntó que con quién tendría que debatir, le contestaron que con un neonazi recién salido de la cárcel, que sostenía que el Holocausto y las cámaras de gas nunca existieron. El argumento del neonazi era que nadie había visto una cámara de gas por dentro. Hédi Fried repuso que nadie había podido describir una cámara de gas por dentro porque nadie había salido vivo de ellas y que no pensaba ir a ningún programa a debatir con ningún pirado. El problema de muchos debates y programas de televisión o radio es que en el momento en que los participantes se sientan en un terreno común, la audiencia legitima, de alguna manera, a todos los que en él participan. Y pienso que hay cosas que no pueden de ninguna manera
ser legitimadas. Los negacionistas del Holocausto, por ejemplo. En el libro Questions I am asked about the
Holocaust, Hédi Fried contesta a todas las preguntas que le han hecho sobre su vida, a raíz de la publicación de su autobiografía The road to Auschwitz: fragments of a life. Las preguntas son las que todos nos hemos hecho alguna vez leyendo o viendo películas sobre ese fatídico periodo en la historia. Las preguntas van desde lo muy general («¿Qué recuerda de su llegada a Auschwitz?») hasta lo místico («¿Siguió creyendo en Dios?»), pasando por una pregunta que, estoy convencida, muchísimas mujeres se
Holocausto, por ejemplo
han hecho a menudo: ¿qué pasaba cuando las mujeres internadas en los campos tenían su periodo? La autora contesta a todas las preguntas con una serenidad y una lucidez que sólo una persona en paz consigo misma puede poseer. Cuando le preguntan si sintió miedo a morir, contesta que no. Que lo que le aterraba era la angustia de la incertidumbre. Describe esa angustia como un sonido chirriante constante en la parte de atrás de su cabeza, como si fuera un larguísimo preludio a un mazazo que nunca llegaba. Cada mañana se levantaba con la pregunta: ¿llegaré viva a la noche? La estrategia nazi era causar todo el dolor posible, y ese dolor y sufrimiento e incertidumbre eran lo más temido. Pero, de todas las cuestiones planteadas en el libro, la que a mí más me impresiona, por lo que tiene de tristemente contemporánea, es la que se refiere a los grupos neonazis que sostienen que nada de lo que pasó pasó. Un día, la autora se encontró a unos jóvenes neonazis repartiendo folletos que decían que el Holocausto nunca ocurrió. Se acercó a ellos y les enseñó el número tatuado en el campo de concentración A51972. Los chicos se rieron de ella y le dijeron que el número se lo podía haber tatuado
ella misma. En un mundo en que se niega la verdad más transparente, ¿cómo podemos sobrevivir sin estar en un perenne estado de furia? Me lo pregunto mientras lleno la cafetera e intento respirar acompasadamente sin éxito.
acupuntura. Al salir de la frágil construcción, sintió el aire recién estrenado en la cara, que, como cada mañana, lo afeitaba en seco. Le agradaba y lo detestaba, sin decidirse por cuál era la sensación dominante, acostumbrado a la monótona bienvenida. Porque una cosa era la brisa bajo el dominio del sol –y, demasiado a menudo, la violencia del viento, capaz de tajar con un millón de cortes microscópicos los trozos de piel desprotegidos– y otra, el frío. Ese frío que atravesaba capas y capas de tejidos y se alojaba en los riñones como un tumor. Día y noche sufría las bajas temperaturas a las que nunca se habituaba, pese a la gran experiencia con los termómetros en negativo. Un cuerpo entrenado y bien protegido también estaba expuesto a la agresiva acupuntura.
Manicomio. Alguien en el campamento le ofreció un café, que trasladó el trópico al aparato digestivo, una sensación de bienestar y lejanía que duró poco. Porque al alzar los ojos del negro brebaje –el resultado de esos granos molidos que, como minúsculas baterías, concentraban el calor del paraíso– volvía a contemplar la asfixia blanca que lo cubría todo. Todo. TODO. Blanco en los valles, en las montañas, en el suelo, en el cielo. Blanco roto a veces por un azul disparatado y esperanzador. Blanco de una habitación de manicomio.
Piolet. Tras comer un poco –unas barritas que desparramaban proteínas y ayudaban a contener a raya el ambiente glacial– se preparó para acceder al puesto de trabajo. Tenía que salir pronto, antes de que el acceso se colapsara. Los que vivían en grandes ciudades se quejaban del tráfico absurdo y de cómo modelaba sus vidas. Quién iba a decirle que una saturación en la vía de entrada a aquel lugar remoto le proporcionaría un sueldo. Se aseguró de tener el equipo a punto: el oxígeno, las gafas, los guantes, el piolet, los arneses, las cuerdas, los crampones, las provisiones, el sello y el tampón con la tinta, la mesa y la silla plegables. Los calentadores a pilas de las botas funcionaban perfectamente, así que comenzó a subir.
Caravana. Avanzó sin titubeos porque conocía el camino a la perfección.
Cómo envidiaba a los que solo tenían que montar en un autobús
o bajar al metro y llegar al curro cómodamente sentados y calentitos. Aceleró el pasó, lo que no era fácil con la abundantísima nieve y con las caravanas de escaladores. ¡Tendría que haber salido antes! Con los plumones era difícil distinguir nacionalidades. Pero ¿cuántos desgraciados habían decidido ascender al mismo tiempo? Aquello estaba más concurrido que un bar de pueblo sin competencia.
Máscara. Cuando vio que uno de los adelantados lanzaba una botella de oxígeno, dio unas zancadas –maldita nieve– hasta llegar a su altura.
Comenzó a mover las manos para que se detuviera y, al no hacerle caso, lo zarandeó. Se asustó el alpinista, que se vio sacudido por un yeti, según la parcial visión que le daban la capucha y las gafas. Aclarado el perfil humano del asaltante, este le recriminó que lanzara porquerías. Los sherpas, le soltó a gritos, han recogido ¡once toneladas de basura! Mierdas humanas congeladas, restos de tiendas, plásticos, mochilas, hierros, latas. ¡Incluso cuatro cadáveres! El descuidado cogió la botella vacía y la guardó bajando la cabeza. Bajo la máscara con la que respiraba era imposible saber si se avergonzaba.
Tampón. El último tramo fue el más agotador, con una considerable cantidad de público aguardando. Pasó como pudo junto a la fila india, resbalando en algún momento y con el peligro de despeñarse. Una vez en la cumbre, abrió la mesa y la silla plegables, colocó el sello y el
Cómo envidiaba a los que solo tenían que montar en un autobús o bajar al metro y llegar al curro cómodamente sentados y calentitos
tampón de tinta e indicó con el dedo enguantado al primero de la cola que se acercara. El escalador colocó un papel, que fue sellado de forma oficial con el día y la fecha, dando fe de que había cumplido su objetivo. El guardia le dio un par de minutos para que se hiciera selfis en el pico y, cuando acabó, permitió el paso al siguiente. Después de haber entintado cuartillas, libretas y libros, ladeó la cabeza para ver cuántos quedaban. La hilera parecía interminable. El Everest era un asco.