El Periódico - Català - Dominical
No soy fan de Isabel Coixet, pero...
creo que hay algo que me cabrea más que que se metan directamente conmigo y mi trabajo: cuando el autor de un tuit, artículo o comentario se ve obligado a aclarar que yo le caigo como un bote de leche condensada caducado (no hagan la prueba de abrir uno: es horrible, créanme), pero que algo de lo que he dicho o hecho, viene a decir, con una condescendencia encomiable, no le parece del todo mal, incluso, aleluya, hasta puede que le guste. Normalmente el autor (calculo que el ochenta por ciento son hombres) pasa a describir todo el horror que he infligido al mundo y luego me perdona la vida bajo el pretexto de que lo último que he hecho no está mal, para ser yo, un ser deleznable, ignorante y espantoso, la que lo ha realizado. Por una razón u otra, se ven obligados a aclarar lo de 'no ser fan', como si serlo fuera sinónimo de pertenecer a una banda de chantajistas adictos al crack.
Cuando son encuentros personales, la cosa siempre acaba siendo inevitablemente violenta. Hace muy poco, rodando en la calle en Barcelona, un hombre conduciendo un Range Rover se me plantó delante de mi cámara, bajó la ventanilla y me dijo literalmente, con una desfachatez impresionante: «Isabel Coixet, tú eres buena haciendo películas,
pero las cosas que dices deberías hacértelas mirar». Se refería, claro, a mis opiniones sobre esa historia interminable que es el procès. El individuo no sólo interrumpe el rodaje de un equipo de ochenta personas, sino que, sin que nadie le pregunte, delante de todo el mundo, me ofrece su opinión sobre mí y mis ideas. Por supuesto, después de darle las gracias por interrumpir mi trabajo con sus valiosas declaraciones, lo envié a freír espárragos, que es la única respuesta posible a una estupidez de tal calibre. Al día siguiente, en un concierto en el Liceo, otro individuo me persiguió para decirme cuánto me admiraba por mis películas, pero cuán decepcionado estaba por mi opinión sobre el mismo tema del hombre anterior. Yo intenté quitármelo de encima amablemente, pero el tipo no cesaba de seguirme, describiéndome el afán y la pasión con que él tenía que defenderme ante sus amistades, que directamente me odiaban. Le dije que muchas gracias, pero que no se molestara, que, si para sus amigos soy Satán, qué le vamos a hacer, pero que, por favor, me ahorrara todo ese cúmulo de información que a mí, francamente, no me hacía puñetera falta. Y él seguía, erre que erre, hasta que empezó el concierto. Ese aire infecto entre santurrón y perdonavidas de los que me increpan es una declinación más del caldo de cultivo en el que ha crecido ese difuso sentimiento de superioridad que hace que estas situaciones que a diario vivimos unos cuantos que no nos hemos callado no parece que vayan a tener nunca fin. Lo que ocurre es que para mí todo esto no es más que la mera continuación del bullying que sufrí de pequeña, de adolescente y de adulta. Por razones tan peregrinas como que llevaba gafas, leía libros, no me gustaba el fútbol y sacaba buenas notas. O me empeñaba en dirigir películas sin ser hombre, sin venir de una familia rica, sin contactos con el cine de ningún tipo. Supongo que tengo demasiadas cosas por las que hacerme perdonar. Y que ahí afuera hay mucha gente con un montón de patologías no tratadas.
Para mí, todo esto no es más que la mera continuación del 'bullying' que sufrí de pequeña, de adolescente y de adulta
Sé que, a estas alturas del texto, mucha gente está diciéndose que no debería darle importancia a los comentarios de ciertas personas. A esa gente quiero decirle sólo una cosa: si tuvieran que aguantar en sus carnes la milésima parte de las cosas que yo tengo que leer o escuchar a diario sobre mí (y llevo lustros escuchando), estarían ya en alguna clínica psiquiátrica pasando una larga temporada o haciendo muy ricos a sus terapeutas.
fósil. Fue una sorpresa para casi todos: eligieron al joven abogado cabecilla del nonato partido. Hacía meses que gente de distinta procedencia y credo y renta se reunía con la idea de construir una organización capaz de abrir una brecha en el bipartidismo. Los intelectuales no eran los más activos –la pereza de los inteligentes, se excusaban–, pero sí los más respetados en aquel colectivo heterogéneo, formado en buena parte por burgueses que por vez primera se sentían obligados a abandonar el sofá y hacer algo más provechoso que dejar la marca de las posaderas, como un fósil textil, en el cojín. Los periodistas y los filósofos y los catedráticos eran los responsables de que el desconocido hubiera quedado en primer lugar.
Plan. Con hábiles manejos, los artistas de la manipulación y el pensamiento influyente, y el arte de fumar en pipa, habían muñido los votos necesarios para impulsar a su candidato secreto. Primero se estructuraron como foro, publicando tribunas en los periódicos y atizando polémicas únicamente sustentadas por su prestigio. Después impulsaron diferentes grupos de trabajo formados por personas anónimas altamente motivadas, entusiasmadas con la derrota de la clase dirigente, sin percatarse del todo de que quienes los mandaban, con ese paternalismo –¡y la educación!– emanado de la cultura, eran también parte del poder, constructores de ideologías, reformateadores de cerebros. La tercera parte del plan era apartarse del partido una vez hubiera y allí estaba él. Era ubicuo, intenso, populista, liante.
Bronco. Iban pasando los años y el abogado, que ya nunca ejercería, dejó de ser joven pero no de parecerlo. Hirió al bipartidismo sin llegar a tumbarlo: a los elefantes les cuesta caer. Se erigió como parlamentario bronco y como acordeonista de pactos con más aire que música. Recogía miles y miles de votos, pero no era decisivo en ningún lado. Los mentores, que copaban la opinión de muchos medios, seguían protegiéndolo con unas alabanzas que sonrojaban y que expulsaban sin inmutarse. Él era el futuro crispado –y crispante– de algo que no llegaba.
Vengativo. Un día, el partido, en apariencia compacto, comenzó a desinflarse: salieron en estampida dirigentes señalados, y algún filósofo cheerleader de su círculo lo amonestó en público por los vaivenes, aunque era un reproche incomprensible porque, precisamente, la organización había sido creada sobre la ambigüedad,
Aseguraba que no era de derechas ni de izquierdas, pretexto para disimular el conservadurismo
más como ariete que como torre, más para dañar que para permanecer. Entonces se aceleró el deterioro, reprimido durante largo tiempo por una jefatura asfixiante. Los partidos tradicionales recibieron con alegría y espíritu vengativo a los disidentes. Los intelectuales lo dieron por saldado.
Se quedó más solo que un poste sin tendido eléctrico. Entonces fundó un nuevo partido al que llamó, ya en singular, Ciudadano.
'SÍNDROME DE LA RANA HERVIDA'.
ser resultado de varios factores, cuya intersección conduce al evento extremo». En la última se cruzó un anticiclón de más de 60 días sobre Groenlandia, con una intrusión de aire sahariano. Preocupan, además, dos tendencias: la creciente diferencia
BLAKE LIVELY Mantuvo con él una breve e intensa relación en 2011. Tenía 23 años; él, 37.