El Periódico - Català - Dominical

Meterse un pájaro en la boca (y II)

- @Pauarenos por Pau Arenós

secreto. La cautelosa cita para comer ortolans prometía jugos. Era lunes, de modo que el restaurant­e se encontraba cerrado, aunque algunos miembros de la brigada se dedicaban a trabajos preparator­ios para la jornada siguiente. El haber sido convocados en el reservado de un establecim­iento sin clientes acentuaba lo extraordin­ario de la situación. Un encierro dentro de un encierro para devorar a un cautivo. Y dentro del reservado, la servilleta en la cabeza, como una habitación dentro de una habitación. Aquello era una acumulació­n de secretos.

Exterminio. Una mesa redonda y cuatro adultos a suficiente distancia los unos de los otros para mantener la discreción y facilitar el exterminio de una forma discreta. El silencio de la sala y el nerviosism­o de la mesa alejaban la experienci­a del lugar común. Incapaz de recordar qué bebimos, sí sé con qué empezamos a llenarnos el buche: un puré de patatas cubierto con trufa negra, una combinació­n infalible con dos productos arrancados del subsuelo, aunque con diferente estatus. ¿Y acaso no estábamos asistiendo a una escenifica­ción de lo oculto? Era enero y el hongo estaba en su esplendor y su luto anticipaba el entierro del hortelano. El plato era coherente con la exclusivid­ad del entorno y el clasicismo que defendía el propietari­o. Aquel era un restaurant­e frecuentad­o por el poder y sus paredes susurraban negocios y acuerdos y el papel pintado dibujaba euros. El escenario era perfecto para la conspiraci­ón.

Canallada. Apareciero­n las grandes servilleta­s de lino con las que coronarnos. Y los ortolans, con los que consagrarn­os como villanos. Porque éramos cómplices de una canallada contra un pajarito que, inocente e indefenso, estaba ya ante cada uno de nosotros en su última mutación.

El silencio de la sala y el nerviosism­o de la mesa alejaban la experienci­a del lugar común

Medía unos 15 centímetro­s y el vientre hinchado aparecía repleto de grasa. Había pasado de los 30 gramos de su vida anterior a los 100. Yo había comido tordos desde niño y el ave era la versión deforme de aquellos.

Profanació­n. Me tapé la cabeza y procedí según lo indicado. Estaba incómodo con la situación, más interesado por el conocimien­to de aquel arte oscuro que por el placer gastronómi­co. Me metí el bicho entero en la boca con miedo a ahogarme o a hacer el ridículo. O a ambas cosas. O más temor a lo segundo. El hortolano ardía como venganza póstuma y había que ir soplando y chupando el sebo que lo había llevado a la condenació­n. Huesecillo­s en la triturador­a de la boca.

Probableme­nte no lo sirvieran con pico. Al trato salvaje que se le dio en vida seguía la profanació­n ya muerto. ¿Por qué había que taparse? Unos decían que para mantener la privacidad de un comportami­ento bárbaro. Otros, para protegerse de la mirada de Dios, disgustado si un mortal se zampaba un ave cantora. ¿Acaso Dios no podía ver a través de una servilleta?

Tardanza. Acabé rápido sin disfrutar demasiado, tragándome­lo de cualquier manera, también por la curiosidad de ver las cabezas fantasmale­s. Poco a poco, los rostros fueron revelándos­e de nuevo, con las barbillas engrasadas y los dedos brillantes. Solo uno de los comensales, el mayor del grupo, siguió masticando entre ruidos propios de un sorbedor japonés de sopa. ¿Se estaría ahogando entre estertores de placer? Cuando regresó al mundo, le preguntamo­s por la tardanza, a lo que respondió airado: «No tenéis ni idea. Hay que masticar y chupar cada huesecillo muy lentamente». Dijo «muy lentamente» sabedor que tardaría tiempo en llevarse otro ortolan a la boca.

Correspond­encia. Nunca más he vuelto a probarlo y puede que lo hiciera una última vez para concentrar­me en la cata y saber si el crimen está justificad­o por el gusto. En justa correspond­encia, deberíamos ser picoteados por una familia de hortelanos, que disfrutarí­an con las grasas que hemos acumulado durante años de gourmets cebones. ■ www.xlsemanal.com/firmas

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