El Periódico - Català - Dominical
Un día de playa cualquiera
En charla animosa con mis hijas y con mis nietos, hemos estado hablando de la cantidad de artilugios que llevamos a la playa en la actualidad: sombrilla, tumbonas, cestos, esterillas, toallas, juguetes, crema bronceadora, termo para agua fresca y un sinfín de cosas más. Antes solamente llevábamos el bañador y la camisa anudada a la altura del ombligo, tipo 'lolailo'. Justo a nuestro lado llega de pronto una pareja y saca una bolsa de patatas fritas. Y he seguido hablando de las ganas de comer que le entran a uno cuando está en la playa. Todo, absolutamente todo, está bueno en la playa; ese bocadillo de sobrasada chorreoso que se derrite con el calor, esos filetes empanados que saben a gloria, ese bocadillo de tortilla de patatas con unos cuantos pimientos fritos entre medias, ese pollo frito con ajos, incluso ese tomate partido por la mitad y robado casi a orillas del rebalaje. La gente de Salobreña bajaba a la playa principalmente por las tardes, justo a la hora de la merienda, y entonces comenzaban un rosario de frases variopintas. «Tere, saca el higor del agua» (era la época que había varios Igor de nombre). «Niño, tómate el bocadillo de monllor y el goyur» (jamón de York y yogur). «Mari, ¿quieres unas rulanguillas de mortadela?» (rodajillas). «Miguel, sal del agua, que te va chupar». Tardes maravillosas y familiares donde se degustaba todo tipo de manjares, donde la playa
de Salobreña era el parque temático para poder disfrutar hasta bien pasada la caída del sol. Donde cada uno, cada cual, lo pasaba del mejor modo posible y, por supuesto, donde aún no había la dichosa playa parcelada. ANTONIO LUIS GALLARDO MEDINA. SALOBREÑA (GRANADA)