El Periódico - Català - Dominical

Una estrella en el tobillo

- Por Pau Arenós

cAl ponerse los calcetines, sentado en la cama, vio la mancha que le había salido en el tobillo. Fran era de susto fácil: examinaba a menudo las pecas, que se le extendían por la epidermis como una constelaci­ón, e intentaba navegar por ese mapa espacial con la pericia del piloto galáctico. Cuerpos de diferente tamaño y forma, aunque siempre regulares: aerolitos, lunas, planetas… El inapropiad­o perfil le llamó la atención. La experienci­a le decía que era imposible inventaria­r cada uno de los lunares y que algunas veces descubría nuevas estructura­s que probableme­nte llevaban allí mucho tiempo y cuya presencia no había advertido por el diminuto tamaño.

Aquel cuerpo era distinto. Bajó la cabeza, dobló la espalda en una dolorosa contorsión y alzó el pie. ¿Qué era? La poca luz que entraba por la diminuta ventana del cuarto tampoco le permitía una observació­n adecuada. Se levantó con el corazón taconeando en un tablao y fue en busca del móvil, que estaba en el comedor. En el sofá, iluminó el tobillo y apareció con claridad una estrella azul con las puntas perfectas. Pensó primero en una broma, en que alguien se lo había pintado, pero vivía solo. Tampoco lo habían llevado a casa borracho ni le habían metido en el cubata ninguna droga para doblegar la voluntad. ¿Era sonámbulo y se la había hecho él mismo? Lo descartó, seguro de que uno no se convertía en sonámbulo de un día para otro y tampoco tenía la pericia para aquella precisión. Humedeció con saliva el dedo índice y lo pasó por encima de la figura con la intención de borrarla. Parecía tinta. Los márgenes no se movieron, solo la piel, que se estiró. Al retirar el dedo, la piel se destensó y las líneas volvieron a la rectitud.

Se vistió deprisa porque llegaba tarde al trabajo. Estaba entre

¿Era sonámbulo y se la había hecho él mismo? Lo descartó, seguro de que uno no se convertía en sonámbulo de un día para otro

tatuaje. Un dragón rojo en la espalda. Una pieza compleja y hermosa que se movía al compás de las escápulas.

Por fin, Fran entendió el mensaje: su cuerpo le había pedido cambiar de vida. Comprendió que los tatuajes eran una expresión en la superficie de los gritos profundos. Hizo las paces con su madre, dejó el trabajo, vendió el piso, se compró una moto y una máquina de tatuar. Si a otras personas los sentimient­os no les salían de forma espontánea, él los haría nacer a punta de aguja. ■

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