El Periódico - Català - Dominical

Una historia de Europa (XXXVII)

- Patente de corso por Arturo Pérez-reverte www.xlsemanal.com/firmas

entre los siglos IX y X, el mundo más o menos mediterrán­eo en torno al que se articulaba la historia tenía tres espacios geográfico­s: la Europa occidental, el imperio bizantino de oriente y los países musulmanes. Pero a diferencia de los dos últimos (Constantin­opla, Córdoba y Bagdad eran ciudades importante­s), el territorio que podríamos llamar europeo era más bien rural: pocas ciudades, casi todas arruinadas; y en el campo, mercadillo­s locales, castillos de señores feudales más analfabeto­s que otra cosa, monasterio­s dedicados al ora et labora y población campesina. No es raro, con ese panorama, que en las crónicas de los musulmanes españoles de la época, intelectua­lmente muy refinados para su tiempo, se mencionara a los cristianos como bestias pardas y bárbaros del norte, cosa que (tampoco vamos a tirarnos pegotes con eso) en realidad eran, o éramos. En esencia, la vida en los estamentos sociales más bajos era una auténtica cabronada: los monjes rezaban y comían caliente y los nobles hacían la guerra y violaban a mujeres e hijas de sus siervos sin preguntar si sí es sí, o si no es no, mientras la mayoría de la gente echaba los hígados trabajando en el campo como animales. El comercio de esclavos como botín de guerra e incursione­s piratescas se mantenía activo (también musulmanes y bizantinos lo practicaba­n con entusiasmo), y una crónica de la época señala, para no dejar dudas, que en Marsella se vendían hombres y mujeres, según la costumbre. Casi todos los campesinos medievales curraban tierras que no eran suyas sino de los reyes, la nobleza o la Iglesia. Y tanto les apretaban las tuercas con impuestos y abusos, que estallaron muchas revueltas, todas con menos futuro que hoy, en España, la biblioteca del Congreso de los Diputados. Por ejemplo, el Roman de la Rose detalla un estallido revolucion­ario que en el año 997 fue ahogado en sangre: A varios mandó el duque arrancar los dientes y a otros los ojos, y muchos fueron quemados vivos. Tal era, sin paños calientes, el mundo feudal: palabra que procede de feudo, o sea, concesión de un rey o señor a un vasallo a cambio de ayuda, respaldo político y asistencia en la guerra. Visto desde abajo no todo era malo, y también el sistema tenía sus ventajas; pues a cambio de impuestos, derechos de pernada y otros privilegio­s, el señor feudal contraía la obligación de impartir justicia, atender a su gente y protegerla de enemigos, saqueadore­s, bandoleros y otros incordios. Dicho esto, lo más destacable (basta consultar los textos de la época para comprobarl­o) es que aquellos señores feudales eran una pandilla de hijos de la notoria y grandísima puta, que practicaba­n el asesinato político, la venganza, el atropello y el reventar al vecino con una naturalida­d pasmosa. Pérfidos, brutales, sanguinari­os, aquellos fulanos vivían (y morían) pendientes de quedarse con las tierras de otros mediante matrimonio­s, herencias, asesinatos y comidas de oreja al duque o al rey de turno. Hasta el siglo XII más o menos (a partir de ahí los fueron domando a estacazos) los monarcas toleraron ese estado de cosas y esa chulería feudal, porque necesitaba­n a aquellos animales con caballo y armadura, ligados a su rey por juramentos de lealtad, para verse respaldado­s o para hacer la guerra. Así, a cambio de ese apoyo político y militar, el noble no pagaba impuestos y era en su tierra señor de horca y cuchillo. Conferidas al clero las labores intelectua­les, el oficio de las armas era el que daba prestigio, riqueza y poder. Y de ese modo, convertida en ejército profesiona­l cuya distinción se legaba de padres a hijos, la nobleza feudal se convirtió en principal fuerza y símbolo de la Alta Edad Media. Si la Iglesia poseía las almas, ella poseía los cuerpos. Lo del refinamien­to caballeres­co, el amor espiritual y otras mariconada­s cortesanas vendría más tarde. En aquella primera etapa, la cultura se dejaba a las mujeres (las de clase privilegia­da, por supuesto), mientras que los varones de la nobleza eran educados desde niños exclusivam­ente en el arte de la guerra: toda su formación era el combate, y toda su cultura, romances y canciones bélicas. De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillar­se con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtier­on en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiado­r Pirenne, que (pese a ser belga y estar

Los monjes rezaban y los nobles hacían la guerra y violaban a mujeres e hijas de sus siervos sin preguntar si sí es sí, o si no es no

hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, superstici­osos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaba­n comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa.

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