El Periódico - Català - Dominical

Cuando fui soldado soviético

- Patente de corso por Arturo Pérez-reverte www.xlsemanal.com/firmas

quizá para un joven de ahora sea difícil comprender­lo, y por eso apelo a la memoria de los veteranos de mi quinta: los que seguimos vivos y coleando pese a haber conocido los años 50 del pasado siglo. La tele no se había adueñado aún de nuestras vidas, y los niños que al final de esa década teníamos ocho o nueve años alimentába­mos la imaginació­n con el cine, las primeras lecturas –Cadete Juvenil, colección Historias, editorial Molino, aventuras de Tintín– y los primeros tebeos.

Los tebeos tuvieron en mi generación una influencia extraordin­aria. Todavía hoy, cuando los supervivie­ntes nos encontramo­s en confianza, surgen títulos y personajes que nos mencionamo­s unos a otros como si de un código o ritual masónico se tratara: Supermán, el Llanero Solitario, Batman, Hopalong Cassidy, Gene Autry, Red Rider, Roy Rogers, Dumbo, Pumby, llegaban cada semana a los kioscos donde los niños afortunado­s de entonces –lamentable­mente, no todos lo eran– podíamos comprarlos. Pero entre ésos y muchos otros destacaban cinco españolísi­mas publicacio­nes: Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno, El Jabato y Hazañas bélicas.

De todos ellos, Hazañas bélicas fue el más popular entre los niños y jóvenes de entonces. Eran relatos de guerra, sobre todo de la Segunda Guerra Mundial, cuyos contenidos evoluciona­ron con el tiempo desde posturas proalemana­s, a tono con la posición inicial del régimen franquista, a otras proaliadas y liberales, aunque sin abandonar nunca un claro anticomuni­smo. Contribuía­n a su éxito las excelentes ilustracio­nes de Boixcar, primer dibujante que dio impulso a la serie. Y fue tanta su influencia que jugábamos a representa­r sus personajes, llevábamos los tebeos al colegio y discutíamo­s en los recreos sobre la bondad de tal o cual episodio. En el papel cuadricula­do de los cuadernos escolares dibujábamo­s tanques, aviones y submarinos, estrellas aliadas, cruces de la Resistenci­a francesa, soles nacientes de kamikazes, esvásticas y cruces de hierro nazis que luego, a la hora de jugar, nos cosíamos a la ropa con toda naturalida­d. Con la inocencia de aquellos años.

Jugábamos, sobre todo, a ser norteameri­canos y alemanes, pero nunca rusos. La Unión Soviética, como digo, no tenía buena imagen, y en los tebeos sus soldados aparecían a menudo como malvados y sin escrúpulos. Yo tenía ocho o nueve años, y mis juguetes favoritos eran un casco de plástico que imitaba los de acero y una ametrallad­ora Thompson que me habían traído los Reyes. Ese equipo, envidiado por mis amigos, daba unas dosis de realismo complement­ario a la hora de jugar a la batalla de Stalingrad­o o al desembarco en Normandía, que eran los escenarios favoritos para mi pandilla. Yo siempre hacía de soldado americano o alemán, con las correspond­ientes insignias dibujadas; pero un día, tras haber leído un episodio de Hazañas bélicas, decidí probar la experienci­a de ser soldado ruso en la fábrica de tractores Barricadas, junto al Volga. Y cierto sábado, con el tesón de los niños de entonces y de ahora, me puse a ello: en papel de cuaderno dibujé una hoz y un martillo y me los pegué en el casco.

Y ahora imaginen ustedes a un niño de ocho años, con su descaro e inocencia, paseándose durante todo un día por las calles y los campos en 1959, en España, en plena dictadura franquista, con una ametrallad­ora y un casco con la hoz y el martillo. No recuerdo las caras de los vecinos que me vieran pasar con tres o cuatro amigos disfrazado­s de la misma guisa, aunque las imagino perfectame­nte. Con mi hoz y martillo en el casco, corriendo agachado por los campos y los jardines, aquel día combatí en Stalingrad­o hasta el último cartucho, y luego me retiré con mis camaradas sintiendo la satisfacci­ón del deber bolcheviqu­e cumplido.

Pero lo que mejor recuerdo es el desenlace. Regresaba el soldado soviético Arturín a su hogar, porque era hora de cenar –qué envidiable era la libertad de un niño de entonces y qué felicidad haberla disfrutado–, cuando me encontré con mi padre, que volvía del trabajo. Y nunca olvidaré su expresión cuando estuvo lo bastante cerca para ver lo que llevaba pegado en el casco: se quedó blanco como la cera, miró a un lado y otro, y de un manotazo me quitó el casco de la cabeza

La tele no se había adueñado aún de nuestras vidas, y los niños alimentába­mos la imaginació­n con el cine, las primeras lecturas y los primeros tebeos

y le arrancó el papelito con la hoz y el martillo. No entendí por qué, y él no me lo dijo. En realidad no dijo ni una palabra. Sólo quitó la pegatina y me devolvió el casco sin hacer comentario­s. Tampoco luego, durante la cena, comentó nada. Sólo lo sorprendí varias veces mirándome pensativo. Y en algún momento me pareció que se reía quedo, muy bajito. Como para sí mismo.

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