El Periódico - Català - Dominical

Una historia de Europa (XL)

- Patente de corso por Arturo Pérez-reverte www.xlsemanal.com/firmas

durante siglos, la España medieval fue la frontera del occidente de Europa ante el Islam. Pero no fue barrera hermética, sino espacio móvil, fluido, que lo mismo facilitó escabechin­as a troche y moche que intercambi­os y relaciones fértiles. La ocupación musulmana no había sido total, pues quedaron zonas no conquistad­as en el norte, y la península era un complejo escenario donde se entrecruza­ban antiguos visigodos, árabes de Arabia, bereberes del norte de África, conversos de variopinto pelaje y cuantas combinacio­nes raciales y religiosas pueden imaginarse. Arrinconad­os al principio en las montañas, los cristianos norteños aprovechar­on las guerras civiles que los moros de abajo libraban entre sí para ir creciendo, formar reinos propios, ganar territorio­s y librar sus propias guerras civiles marca de la casa; y poco a poco, convertida en tierra de nadie, la frontera se fue desplazand­o hacia el sur. Aquello tuvo sus fases, claro. Al principio, mientras los reinos cristianos, fieles al puntito cainita hispánico, se puteaban entre sí, los califas del reino de Córdoba alcanzaron un momento de gloria militar, social y cultural con Abderramán III, que fue grande entre los grandes (en el siglo u, Córdoba era la más deslumbran­te y moderna ciudad europea), y con Almanzor, caudillo que varias veces les dio a los cristianos las suyas y las de un bombero. En aquella edad de oro del Islam español

(un reproche a los reinos escuálidos y mugrientos del norte de Europa, según el historiado­r Andrew Marr), los musulmanes no sentían sino desprecio por sus vecinos norteños, a los que el geógrafo Almasudi, con muy mala leche, definió como groseros, de entendimie­nto escaso y lenguas torpes. Sin embargo, a partir del siglo ui (la época del Cid y todo eso), los cristianos, aquellas malas bestias del norte convencida­s de que la tierra era plana y de que cortando pescuezos se resolvía todo, cogieron carrerilla, impregnánd­ose tanto de la cultura de sus enemigos (o amigos, según las necesidade­s de cada momento) como de las tendencias políticas, económicas, sociales y religiosas de la Europa cristiana cada vez más sólida que tenían a la espalda. Se daba la paradoja de que en la frontera se asentaban guerreros y hombres libres, pero eso favorecía la aparición de jefes militares que acababan imponiéndo­se a los hombres libres y acaparaban tierras y poder. Por otro lado, la cristianiz­ación de esos lugares hacía nacer monasterio­s y sedes episcopale­s que terminaban poseyendo tierras y vidas; de modo que la propiedad iba a manos de la nobleza guerrera y de la Iglesia. De cualquier modo, hacia el siglo UII y entre altibajos, victorias y derrotas, alianzas y rivalidade­s, el espacio ibérico estaba más o menos definido: Al Andalus fragmentad­a en

Mientras los cristianos, fieles al cainismo hispánico, se puteaban entre sí, los califas de Córdoba alcanzaron su momento de gloria militar, social y cultural

taifas morunas que se llevaban fatal entre ellas, y un creciente territorio cristiano donde adquirían personalid­ad propia los reinos de Castilla y León, Portugal, Navarra, Aragón y los condados de Cataluña (un reino exclusivam­ente catalán no existió jamás). Al principio el mundo musulmán español era brillantem­ente urbano; y el cristiano, campesino. De cualquier modo, la superiorid­ad andalusí fue indiscutib­le: de Oriente se traían poetas, médicos, filósofos, mercaderes, artesanos, técnicas agrícolas e industrial­es. El astrolabio (invento griego) se convirtió en símbolo cool de la ciencia para los musulmanes pijos: una especie de computador­a universal utilizada lo mismo para la arquitectu­ra que para la astronomía. A diferencia del Islam de nuestro siglo uui, tan reaccionar­io y oscuro, el de entonces se mostraba joven, ávido de conocimien­to y modernidad. Las grandes ciudades, con palacios como Medina Azahara o mezquitas como la de Córdoba, eran formidable­s, y buena parte del pensamient­o y la ciencia clásicos recuperado­s por Europa, así como importante­s aportacion­es persas e hindúes, se debió a la traducción de las obras conservada­s y desarrolla­das en España por pensadores musulmanes como el ultramoder­no Averroes (La incoherenc­ia de la incoherenc­ia fue una patada en los huevos al inmovilism­o ortodoxo islámico), Avicena, el judío Maimónides (Guía de perplejos) y otros que tal, con unos enfoques racionalis­tas de la filosofía clásica tan influyente­s en el pensamient­o occidental como siglos después lo serían Descartes, Hume, soltaire o Montesquie­u. En contacto con todo eso y con las corrientes culturales transpiren­aicas, los reinos cristianos, sin dejar de ser sociedades guerreras, fueron refinándos­e y pasaron de una vida basada en el botín de guerra, la agricultur­a y la ganadería a sistemas económicos y culturales más complejos; sobre todo el reino de Aragón y los condados catalanes, donde, por su mayor contacto con el resto de Europa y el Mediterrán­eo, empezaron a cuajar verdaderas ciudades artesanale­s y comerciale­s con una burguesía local digna de ese nombre.

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