El Periódico - Català - Dominical

Una historia de Europa (XLI)

- Patente de corso por Arturo Pérez-reverte www.xlsemanal.com/firmas

tPor primera vez en la historia de Occidente, un rey (emérito o sin emeritar) podía verse sometido al castigo de la ley

ampoco, mucho ojo con eso, hay que tirarse demasiados pegotes con Europa y sólo Europa. Seamos razonablem­ente humildes. Por aquí todo iba bien y aún iría mejor con el tiempo y los siglos, hasta convertirn­os en referente cultural y moral del mundo; pero no era en absoluto el único lugar interesant­e, ni el más avanzado. La brillante Al-andalus de entonces, la cultura de los monasterio­s y otros etcéteras ya estaban ahí, por supuesto; pero mientras en los castillos medievales norteños todavía se cantaban burdas gestas guerreras, a los constructo­res se les caían las primeras catedrales y señores feudales medio analfabeto­s se hacían picadillo entre sí, en otros lugares del mundo mayas y toltecas desarrolla­ban su arquitectu­ra, los chinos usaban papel moneda, la civilizaci­ón jemer levantaba Angkor Wat y Murasaki Shikibu (una japonesa elegante y refinada) escribía la Novela de Genji. Lo que pasa es que, como es Europa lo que nos interesa, pues aquí estamos. O estábamos. En Inglaterra, por ejemplo, después de la victoria contra los anglosajon­es, Guillermo el Conquistad­or había situado una familia de reyes normandos que, tras largas y sangrienta­s guerras civiles y de echarle el ojo a Escocia, Gales e Irlanda, acabaría convirtién­dose en esa dinastía Plantagene­t que sale mucho en el teatro de Shakespear­e y en las novelas de Walter Scott. Como detalle pintoresco señalaremo­s que ya por esa época hubo en Inglaterra un amago de monarca femenina (Matilde, se llamaba la criatura) que estuvo a punto de caramelo pero no llegó a cuajar, aunque sí anunció un estilo que luego, con Isabel I, Victoria I e Isabel II, consagrarí­a el modelo tradiciona­l, clásico, de grandes reinas británicas adecuadas para salir en el ¡Hola! Por lo demás, el sistema de dividir parte del poder real entre los nobles que participab­an en la dirección del país (privilegio garantizad­o por la famosa Carta Magna a partir de 1215) acabó haciendo más fuerte a Inglaterra que a otras potencias europeas, lo que iba a notarse mucho con el tiempo. Entra aquí en escena, por cierto, mi rey inglés favorito desde que siendo niño leí la novela El talismán: Ricardo I, más conocido como Ricardo Corazón de León; aunque, en realidad, el tal Ricardo era un cantamañan­as peliculero que en vez de gobernar bien Inglaterra, como era su obligación, se pasó la vida haciendo posturitas en plan romántico, luchando en las Cruzadas (de las que hablaremos muy pronto) y contra la Francia de la dinastía Capeto, que todavía no era un estado moderno y centraliza­do, sino un conjunto de condados, ducados y grandes señoríos feudales que se choteaban del poder real. El caso es que Ricardo de Inglaterra murió pronto, gracias a Dios, legando a su hermano Juan (el sufrido Juan Sin Tierra, malo habitual de las novelas y películas de Robin Hood) el marrón de resolver los problemas financiero­s que la frivolidad del difunto hermano le dejó como herencia, además de broncas continuas con los nobles de allí, dimes y diretes con los franceses, dificultad para cobrar impuestos (peripecias del sheriff de Nottingham y otros villanos novelescos) y problemas con el arzobispad­o de Canterbury que acabarían, incluso, con una excomunión por parte del papa Inocencio III, que de inocente tenía lo justo. Al final, para conseguir apoyos y que dejaran de moverle la silla en aquel circo donde hasta le crecían los enanos, Juan el Pupas acabó otorgando a sus barones la antedicha Carta Magna, que garantizab­a los derechos y privilegio­s de la nobleza inglesa (Nadie será arrestado o encarcelad­o excepto por el juicio de sus iguales y las leyes del país) y, sobre todo, aportaba un importantí­simo detalle a la hora de atribuir responsabi­lidades a quienes ejercían el poder: también un rey (metan aquí sonido de trompetas, tambores y hacha de verdugo) podía ser considerad­o culpable de delitos. Y eso, que hasta aquel momento y circunstan­cias había sido inimaginab­le, fue una novedad revolucion­aria en lo que a monarquías se refiere. Por primera vez en la historia de Occidente, un rey (emérito o sin emeritar) podía ser sometido al castigo de la ley. Eso era pura modernidad de la buena, y durante los siguientes siglos aquel invento inglés iba a estar en el cimiento y desarrollo de numerosas naciones de todo el mundo: Oliverio Cromwell, Thomas Jefferson, la Revolución Francesa, la Revolución Rusa,

Mahatma Gandhi y una larga nómina de personajes y sistemas políticos del futuro lo tendrían presente. Aunque lleve corona, quien la hace la paga. Algunas cabezas de monarcas que con el tiempo acabarían en un cesto real o simbólico iban a tener su justificac­ión en aquella Inglaterra medieval del siglo XII. Lo que no deja de tener su morbo. O sea. Su puntito.

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