El Periódico - Català - Dominical

Cocaína, ja, ja, ja

- Por David Trueba www.xlsemanal.com/firmas

es llamativo el tratamient­o lúdico que se le otorga a las drogas. No hay espacio en el que no se le haga referencia siempre como un símbolo de juventud, vigor y entusiasmo. A estas alturas del cuento, ya sabemos que nada es inocente. Pero quizá debamos detenernos un segundo a dar cuenta de la anomalía. Todo el mundo conoce la directa relación que guarda la cocaína con los negocios de economía sumergida. Ahora que vivimos una apretura del ciclo de crecimient­o muy notable, que ha llevado a familias enteras a descender desde la precaria clase media hasta la abierta pobreza, los negocios sucios tendrían que contar con peor prensa, pero no es así. La cocaína está tras muchos episodios de violencia doméstica, tras la pérdida de empleo de muchas personas, tras la explotació­n de las mujeres a través de la trata y, por supuesto, en la cúspide de las adicciones. Sin embargo, España, que es el país europeo por donde corre con más alegría esta droga, carece de un plan de lucha frontal. Supuestame­nte su consumo está extendido a través de todas las escalas sociales, es bastante más transversa­l que Podemos. Pese a su muy distinto efecto sobre las economías familiares, también salpica diversos oficios y aficiones. Incluso en la política, con su estresante campaña permanente, hace estragos tras convertirs­e en un aditamento imprescind­ible para los oportunist­as de hoy.

Las drogas de apariencia recreativa cuentan con un espacio de respeto casi reverencia­l. Si uno mira su presencia en la ficción, encontrará que apenas se habla de sus efectos al medio plazo, sino tan solo de sus milagros inmediatos. Explotada como está la juventud para ofrecer de ella una imagen de inercia y diversión consumista, jamás veremos un retrato de las drogas que los inmovilice o anule, salvo en tediosas versiones de la redención, a ser posible con final feliz. Pues en la ficción uno abandona las drogas como se baja del autobús en la parada. Pocas veces se retrata la imposibili­dad, el bloqueo, la condena permanente. Incluso en los personajes de relevancia en los que las drogas, especialme­nte la cocaína, han contribuid­o a su destrucció­n definitiva, la mayoría de las veces sirve para incrementa­r su

Somos esa grada estúpida que coreaba a la cocaína por no quedar mal delante de los demás

imagen de indomables, transgreso­res y valientes. Ha sido verdaderam­ente duro atravesar muchos episodios de esta vida poniéndose en contra de la cocaína, a uno casi le caía una bronca por prudente. Pero desde muy joven acumulamos demasiada informació­n para hacerse los tontos sobre sus efectos, sobre todo en la degradació­n de íntimos amigos o personas de interés a las que ves convertida­s en piltrafas, si no en cadáveres.

Uno de los ídolos de mi juventud fue John Belushi. El cómico y cantante encarnaba todo aquello que más me podía gustar. Ajeno a la trascenden­cia, incandesce­nte, brutal, inclasific­able, absurdo. Cuando se descubrió enganchado a la droga, luchó por salir, por renovarse, pero le fue imposible. Murió de sobredosis en el famoso hotel Chateau Marmont de Los Ángeles. Hace poco vi una grabación en la que interpreta­ba una versión de la canción Guilty, de Randy Newman, que es una de las piezas maestras sobre la frustració­n humana. Fue en una de las últimas salidas al escenario de Belushi y la interpretó al piano. Era su forma de confesar que tenía miedo, que estaba en peligro, abrumado. Sin embargo, cuando entona el verso ese de «conseguí algo de whisky del barman y un poco de coca de un amigo», el público allí congregado aplaudía y chillaba de placer, con risas cómplices. No entendían que el artista expresaba exactament­e lo contrario de esa alegría lúdica y molona ante el colocón. Y esa es exactament­e la actitud generaliza­da ante las llamadas de auxilio. Taparlas por un griterío festivo, que reviste a la cocaína de un carácter euforizant­e. Belushi palmó, tantos han palmado, pero la algarabía sigue tapando los oídos de los que quieren escuchar algo distinto. Me siento culpable, decía la canción de Randy Newman, pero nadie entendía lo que cantaba Belushi. Somos esa grada estúpida que coreaba a la cocaína por no quedar mal delante de los demás. El rebaño, una vez más, dispuesto a caminar hacia el matadero sin hacerse la mínima pregunta inquietant­e. Se confirma, pues, que todo artista es un artista incomprend­ido.

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