Leyes y racismo
Profesor
Hay diversas creencias que a veces se cuelan por los entresijos del pensamiento y atraviesan los resquicios de nuestro ideario común hasta conformar inquietantes razonamientos, convicciones cerriles, certezas incuestionables. Buena parte de estas ideas se perciben –más que se adivinan, porque no hay recato a la hora de expresarlas– en una simple conversación a pie de calle, entre interlocutores que confabulan mientras comparten similares opiniones y apuntalan, así, esas particulares verdades que a partir de entonces no admiten ya ninguna refutación posible.
Así acontece con las creencias racistas, un ideario que se nutre de opiniones y generalizaciones que, lejos de la realidad de los hechos, asientan las percepciones que tenemos de los otros y nos predisponen hacia determinadas actitudes. Unos creen que los negros tienen un particular olor corporal definido por el color de su piel, y no falta quien no da limosna porque ha oído que otro se ha enri- quecido a base de pedirla y se la gasta después en el bingo o en el gimnasio. Juicios que conducen a los prejuicios por la vía expedita del rechazo y que son el caldo de cultivo ideal donde algunos pescan, en tiempos de crisis, buenas piezas que contribuyen a alimentar sus políticas de exclusión y de racismo institucional.
EL REAL DECRETO LEY
por el que el Gobierno Español excluye de la atención sanitaria a un amplio sector de las personas inmigrantes en situación administrativa irregular es un claro ejemplo de racismo institucional fundamentado en mentiras y falsas creencias. Con la norma no sólo se pretende excluir a un grupo muy determinado –señalado y reconocido– de la población, sino que también se orienta a un sector de la opinión pública acostumbrado a precisar que le den chivos expiatorios en tiempos de crisis. No es cierto que las personas inmigrantes colapsen los servicios médicos. Como ya han hecho saber y han documentado miembros de la ONG Médicos del Mundo y de la campaña Pobreza Cero, la población inmigrante residente en España, independientemente de su situación administrativa, apenas supone un 5% de los pacientes de atención primaria. También es rotundamente falsa la idea de que con esta medida se frena el mal llamado turismo sanitario. No existe tal turismo, sino derechos humanos. En una encuesta elaborada por la ONG ya mencionada entre inmigrantes sin permiso de residencia en el año 2009, cuando se les preguntaba acerca del motivo para venir a nuestro país, sólo el 4% de las personas encuestadas citó razones de salud.
Hay quien cree, además, que nuestro sistema sanitario se financia con las cuotas de la Seguridad Social y que los inmigrantes irregulares, dada su no cotización laboral, no contribuyen al sostenimiento del mismo. Eso es falso. Desde el 1 de enero de 1999 la Sanidad en España se financia íntegramente con los impuestos de todos y de todas, se trabaje o no se trabaje. Las personas inmigrantes en situación administrativa irregular también la financian, mediante el pago de impuestos indirectos a través del consumo. Se está excluyendo, así, a quien tiene derecho a disfrutar de un servicio por el que también está pagando.
No es la inmigración la que propaga enfermedades que atender por nuestro país y por el resto de Europa, sino que más bien somos nosotros, los europeos, quienes históricamente hemos desparramado por el resto del orbe epidemias y pandemias. La viruela, gripe, sarampión, tifus, peste bubónica y otras enfermedades infecciosas que acabaron en pocos años con millones de personas en el continente americano tras su descubrimiento en 1492 llevan el sello español. Las enfermedades exportadas por los europeos causaron, en su conjunto, más muertes en otros continentes que las provocadas en el Viejo Mundo por la Peste Negra de 1348. Resulta paradójico, por tanto, que seamos nosotros quienes cuestionemos ahora la atención sanitaria a la población inmigrante.
El racista no nace, se hace, y en este hacer contribuye también el Estado con sus leyes. Las de Nüremberg de la Alemania nazi fueron el colofón de una sociedad europea, más allá de la alemana, que en su momento cultivaba un claro antisemitismo y solía mirar hacia otro lado cuando se dictaban normas de este tipo. El politólogo Tony Judt llamó la atención sobre el hecho de que el Estado de Bienestar –triunfo de las ideas liberales del siglo XIX– surgido tras la Segunda Guerra Mundial sirvió como profiláctico, durante la segunda mitad de siglo, contra el resurgir de nuevos totalitarismos, alimentados en su día por la Gran Depresión. El racista deshumaniza al otro, y confunde la falta de derechos con la falta de humanidad, suprimiéndolo como sujeto y convirtiéndolo en un objeto del que se vale, cuando lo necesita, para crear riqueza o para culparle de la pobreza. Tal vez, algún día, cuando pase todo esto, alguien nos pregunte qué hicimos nosotros ante las nuevas leyes racistas.