La segunda edición del Festival de Cinexpress aumenta sus premios
Los cortos se rodarán del 14 al 16 de septiembre y el fallo se conocerá el 21
El Festival de Cinexpress, que organiza la Asociación Cultural Sueña Teatro, cumplirá el próximo fin de semana su segunda edición con un aumento en la dotación de los premios a los mejores cortometrajes, así como un nuevo galardón para fomentar la crea- ción joven. Así, el primer premio estará dotado con 700 euros (200 más que en el 2011) y un bono de distribución; y el segundo, con 350 euros (150 más) y un curso de formación. Además, el mejor actor recibirá 200 euros y el mejor cortometraje joven (todos los miembros del equipo deben ser menores de 30 años), 150 euros.
El certamen, que el año pasado contó con 75 participantes y 12 cintas, consiste en la grabación de un corto en un tiempo límite de 48 horas para su realización y en- trega. La cinta, cuyo tema podrá ser libre, no podrá superar los 5 minutos de duración. El plazo de inscripción finaliza el 13 de septiembre y los interesados pueden formalizar su participación en la Concejalía de Juventud, en Ronda del Pilar.
El director del festival, David Martín, destacó ayer que los premios se han ampliado gracias al apoyo de la Concejalía de Juventud, que subvenciona la iniciativa con 3.000 euros para organización, premios y difusión, así como al respaldo de los patrocinadores, la agencia de distribución Promofest y la Escuela Evolutiva.
El perfil de los participantes es variado –al menos el 50% de los integrantes de los equipos deben tener entre 13 y 30 años– y se espera que procedan en su mayoría de Badajoz o ciudades cercanas como Mérida o Cáceres. Los promotores están intentando que en la próxima edición se pueda cubrir el alojamiento de quienes lleguen de poblaciones de fuera de la región.
El fallo del jurado se conocerá el próximo 21 de septiembre en una gala en la facultad de Biblioteconomía, durante la que se exhibirán todas los cortometrajes a concurso. La organización ha habilitado en su web una “pequeña guía” con consejos para los participantes menos experimentados.
La vuelta al cole siempre es una revolución. Cuando apenas había unos pocos televisores en los hogares, cuando el corte inglés no llenaba nuestras vidas, cuando los veranos parecía que duraban una eternidad, volver al cole o al insti era una fiesta, un reencuentro, un volver a la normalidad. Los veranos de entonces eran buenos veranos. Los que podían se iban a Figueira, Nazaré o Caparica, porque Sesimbra no era lo que es ahora, o, directamente, a La Antilla, Cádiz, Rota, el Puerto y poco más. Los coniles, zaharas y santipetris como isla canela o punta del moral no formaban parte del imaginario colectivo. Y los que se quedaban en Badajoz, a las piscinas, a la playa del Guadiana o a los pantanos. Pero eran buenos veranos. De jugar todo el día en la calle, de vivir con ausencia de problemas, de hacer nuevas pandillas, de recordar cada momento durante todo el curso. En la playa, se paraba el tiempo y por eso la serie Verano azul tanto éxito, porque nos recordaba aquellos veranos de sol y campamentos, de amigos para siempre y primeros besos. En Badajoz, las barcas del río, las escaramuzas en la Alcazaba, las visitas furtivas a la plaza alta, los partidos en la Metalúrgica, el acopio de frutas en la Adelantada, beber agua de cualquier manguera, dejar las bicis por ahí tiradas, explorar una casa abandonada y los polos, los camy, los avidesa, y los flas. No teníamos calor, no había que estar todo el día hidratándose, no cogíamos pulmonías con los aires acondicionados y descubríamos que las chicas ya no eran niñas y eso sí que era una novedad.
Luego venían los libros de texto en la Diocesana o Universitas o Colón, los viejos y nuevos compañeros, los horarios, la cartera, la mochila, el bocadillo, las clases de gimnasia, las de religión, las de matemáticas o las de pretecnología y nadie se quejaba. La vuelta a clases no era un trauma ni un funeral sino la puerta a a seguir viviendo. Volver al cole era volver a los pupitres pintarrajeados, a los profesores sin colmillo retorcido, al olor de las gomas de borrar de nata marca Milán o de los lápices recién afilados –bueno, también, al olor a humanidad, que de eso había, y mucho–, a las manchas de tiza por todas partes, a la profesora que nos gustaba y al decimonónico que le costaba dejar en casa la palmeta.
Ahora, solo vemos a padres acelerados, niños frustrados y profesores pensando en la paga.