Viaje al infierno
EL PERIÓDICO visita el penal estadounidense de la isla de Cuba donde aún quedan 91 reclusos
La prisión ocupa solo una parte de la base militar donde viven 4.000 personas
En su Diario de Guantánamo, el mauritano Mohamedou Ould Slahi cuenta como lo trasladaron hasta la prisión cubana desde Afganistán encadenado al asiento del avión, con una máscara que apenas le dejaba respirar y una gafas que le nublaban la vista. Nada que ver con los viajes que organiza el Pentágono para la prensa.
Los vuelos salen desde la terminal del aeropuerto de Miami reservada para los aviones privados. Hay café y palomitas en la sala de espera. Las azafatas latinas salsean sobre pasajeros ilustres como Jennifer López y Marc Anthony. Y nadie revisa el equipaje de los periodistas o les pide el pasaporte. Acompañados por varios militares encantadores, se van al Caribe en una avioneta con asientos mullidos de cuero.
“Bienvenidos a Guantánamo”. Tras dos horas y media de vuelo y una breve travesía en barco, un grupo de oficiales recibe a la comitiva. Les esperan 30 horas de tour minuciosamente preparado por el Pentágono para demostrar el trato “seguro, humano, legal y transparente” que se dispensa a los 91 detenidos que quedan en el centro de detención 14 años después de su apertura.
LABOR CUESTIONADA Desde el principio queda claro que el Ejército no está contento con la reputación del penal, definido en su día como “el gulag de nuestro tiempo” por Amnistía Internacional. “Me gustaría cambiar la retórica que utilizan habitualmente los medios y los intereses especiales para impugnar y denigrar el profesionalismo de los guardas y el resto de fuerzas”, dice el almirante Peter Clarke, al mando desde hace cuatro meses.
Para el visitante, Guantánamo es un lugar desconcertante. La prisión ocupa un espacio ínfimo de los 120 kilómetros cuadrados de la base militar, donde viven unas 4.000 personas entre militares y contratistas, muchos de ellos jamaicanos y filipinos, que se encargan de las labores más ingratas. Lejos de las alambradas de la prisión, la vida es soleada y apacible, un calco urbanístico de cualquier suburbio americano. Hay un cine al aire libre con películas de estreno. Un campo de golf con vistas al mar, un McDonalds, una bolera y un pub irlandés donde se puede ver el béisbol o la liga española. Un cartel a la entrada, anuncia “la virtud del día: la integridad”.
EXCESOS CONTRA EL TERROR Es fácil olvidar durante la visita la historia de este vestigio de la “guerra contra el terrorismo” de Bush y sus halcones, cuyos errores en cadena y sus excesos nunca juzgados se están pagando ahora. En su momento de máxima ocupación llegó a tener 683 detenidos y fue un polvorín de desesperación, con huelgas de hambre masivas, suicidios de presos (al menos tres se ahorcaron en sus celdas) y el terror kafkiano –todavía vivo– de saberse encerrado indefinidamente sin cargos ni juicio a la vista.
Solo siete detenidos han sido condenados por los tribunales militares y otros seis están siendo juzgados ahora, incluido el