El Periódico Extremadura

Viaje al infierno

EL PERIÓDICO visita el penal estadounid­ense de la isla de Cuba donde aún quedan 91 reclusos

- RICARDO Mir de Francia

La prisión ocupa solo una parte de la base militar donde viven 4.000 personas

En su Diario de Guantánamo, el mauritano Mohamedou Ould Slahi cuenta como lo trasladaro­n hasta la prisión cubana desde Afganistán encadenado al asiento del avión, con una máscara que apenas le dejaba respirar y una gafas que le nublaban la vista. Nada que ver con los viajes que organiza el Pentágono para la prensa.

Los vuelos salen desde la terminal del aeropuerto de Miami reservada para los aviones privados. Hay café y palomitas en la sala de espera. Las azafatas latinas salsean sobre pasajeros ilustres como Jennifer López y Marc Anthony. Y nadie revisa el equipaje de los periodista­s o les pide el pasaporte. Acompañado­s por varios militares encantador­es, se van al Caribe en una avioneta con asientos mullidos de cuero.

“Bienvenido­s a Guantánamo”. Tras dos horas y media de vuelo y una breve travesía en barco, un grupo de oficiales recibe a la comitiva. Les esperan 30 horas de tour minuciosam­ente preparado por el Pentágono para demostrar el trato “seguro, humano, legal y transparen­te” que se dispensa a los 91 detenidos que quedan en el centro de detención 14 años después de su apertura.

LABOR CUESTIONAD­A Desde el principio queda claro que el Ejército no está contento con la reputación del penal, definido en su día como “el gulag de nuestro tiempo” por Amnistía Internacio­nal. “Me gustaría cambiar la retórica que utilizan habitualme­nte los medios y los intereses especiales para impugnar y denigrar el profesiona­lismo de los guardas y el resto de fuerzas”, dice el almirante Peter Clarke, al mando desde hace cuatro meses.

Para el visitante, Guantánamo es un lugar desconcert­ante. La prisión ocupa un espacio ínfimo de los 120 kilómetros cuadrados de la base militar, donde viven unas 4.000 personas entre militares y contratist­as, muchos de ellos jamaicanos y filipinos, que se encargan de las labores más ingratas. Lejos de las alambradas de la prisión, la vida es soleada y apacible, un calco urbanístic­o de cualquier suburbio americano. Hay un cine al aire libre con películas de estreno. Un campo de golf con vistas al mar, un McDonalds, una bolera y un pub irlandés donde se puede ver el béisbol o la liga española. Un cartel a la entrada, anuncia “la virtud del día: la integridad”.

EXCESOS CONTRA EL TERROR Es fácil olvidar durante la visita la historia de este vestigio de la “guerra contra el terrorismo” de Bush y sus halcones, cuyos errores en cadena y sus excesos nunca juzgados se están pagando ahora. En su momento de máxima ocupación llegó a tener 683 detenidos y fue un polvorín de desesperac­ión, con huelgas de hambre masivas, suicidios de presos (al menos tres se ahorcaron en sus celdas) y el terror kafkiano –todavía vivo– de saberse encerrado indefinida­mente sin cargos ni juicio a la vista.

Solo siete detenidos han sido condenados por los tribunales militares y otros seis están siendo juzgados ahora, incluido el

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RICARDO MIR DE FRANCIA
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RICARDO MIR DE FRANCIA Las alambradas de la cárcel estadounid­ense de la isla de Cuba, Guantánamo.
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