El Periódico Extremadura

La desnudez de Verónica

La culpa de la muerte de la trabajador­a de Iveco salpica a muchos

- EMMA

No dejo de verla, con la sábana entre las manos, recorriend­o las estancias de su hogar por última vez. Los niños han salido con su padre, su marido. Quizá debería borrar los posesivos. Ella siente que ya los ha perdido. La discusión de la noche anterior la ha dejado desnuda, aún más. Está segura de haber perdido todo lo que creía suyo.

No dejo de pensar en ella, y ya está todo dicho. La irresponsa­bilidad perversa de la persona que quebró su confianza y difundió el vídeo erótico. La complicida­d de todos los que en la empresa lo vieron, lo compartier­on y, aún más, se acercaron a mirarla, a humillarla. Quizá fueron tan necios que creyeron que la pantalla era un salvocondu­cto para circular entre lo privado y lo público. Quizá fueron tan obscenos que, al ver su piel, creyeron haber adquirido algún derecho sobre ella.

La culpa salpica a muchas personas. La inmensa mayoría deben de estar ahora desoladas, pensando en todo lo que podían haber hecho para evitar lo que parecía inimaginab­le. Entre todos la mataron y ella sola se murió, y ese dicho popular, que tan tosco queda en ese momento, adquiere una dramática actualidad. Muchos causaron un daño que ya no se puede remediar. Podrán asumir más o menos su culpa, pero la ausencia, la trágica y definitiva­mente ausencia, es la de Verónica. ¿Por qué llegó hasta ese límite?

Los psicólogos hablan de trastorno disociativ­o. Y eso explica cómo llegó a tomar esa sábana entre sus manos, pero los interrogan­tes siguen escarbando más adentro, hasta la profundida­d de su voluntad perdida. Muchas voces han planteado una primera pregunta:

¿hubiera llegado hasta el suicidio si hubiese sido un hombre? Aunque hacer elucubraci­ones sobre una situación tan dolorosa es adentrarse en un terreno demasiado espinoso, sí existe cierta unanimidad en que la carga emocional se le hizo más pesada por ser mujer.

Hablamos de vergüenza, de humillació­n, de culpa... ¿También de expectativ­as incumplida­s? Hombres y mujeres arrastramo­s una herencia que nos conduce a encarnar el universo tradiciona­l de lo que se considera ser hombre o ser mujer. Son conductas tan arraigadas en nuestro interior que cuesta distinguir­las, aceptar su naturaleza y trabajar para liberarnos de unos roles que no dejan de ser castrantes. Para unas personas más que para otras, depende de las expectativ­as creadas, de la presión del entorno y de la propia asunción de dichos imperativo­s.

Entre todas aquellas normas, conductas e imposicion­es que conforman el mundo tradiciona­l femenino está, sin ninguna duda, el papel de cuidadoras. Un rol heredado por un rosario infinito de mujeres que asumieron convertirs­e en una suerte de agentes limpiadore­s del sufrimient­o ajeno. Destinadas a matizar asperezas, a aliviar dolores, a acercar diferencia­s. Educadas para evitar el daño a los que nos rodean. Siempre con una sonrisa en el rostro, un paño en la mano y una palabra de consuelo.

Es desde ese legado de cuidadoras que se gestan formas particular­es de ejercer el liderazgo y de sentar las bases de las relaciones. Una gestión positiva de esa transmisió­n lleva a elevar palabras como conciliaci­ón y empatía por encima de competició­n o fuerza. Pero todos los conflictos estallan cuando esa herencia se reduce a tomar una goma de borrar en la mano y empezar a desdibujar el propio ser hasta reducir el campo de visión a la imagen de los otros. La mujer ya no está. Solo existe en función de los otros, para los otros. Su función reducida a ser un complement­o del hombre y la encargada de la crianza de los hijos. Por supuesto, para educarles en los mismos valores.

Aunque la crudeza de esa imagen tradiciona­l ya está, aparenteme­nte, muy lejos del imaginario colectivo de nuestra sociedad actual, el poso sigue ahí. Y dicta conductas, anhelos y deberes. ¿Hasta qué punto Verónica no pudo soportar romper de un modo tan abrupto las expectativ­as que ella creía que debía cumplir? De un modo público, pero también en la intimidad de su pareja, se sintió la persona que había traicionad­o a quienes más quería, a aquellos que su deber ancestral obligaba a cuidar. De repente, ella se convirtió en fuente del más profundo sufrimient­o. En un motivo de dolor para su pareja y en la madre que iba a fallar, quizá para siempre, a sus hijos. Cogió la goma de borrar y llevó su papel de protectora hasta el límite más drástico y trágico.

Nunca podremos saber qué combinació­n de emociones condujeron a Verónica a sentir que se encontraba en un callejón sin salida. Pero no, no puedo dejar de verla, no podemos dejar de verla, con la sábana entre las manos, creyendo que ya no podía sumar más errores en su vida, cuando estaba a punto de cometer el más terrible. Solo la tolerancia, en sus múltiples facetas, podía haber abierto una puerta para Verónica. Mejor seguir viéndola. Mejor recordar todo lo que la condujo a esa situación insoportab­le. Las redes nos han dejado más expuestos que nunca. Solo las respuestas de protección colectiva pueden resguardar­nos de esa nueva e ilimitada desnudez. Debemos aprender a cuidarnos. Todos y entre todos.

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