El Periódico Extremadura

Moción de censura electorali­sta

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Para confirmar la evidencia de que se trataba tan solo de una iniciativa electorali­sta con la vista puesta en el 10-N, la moción de censura presentada por Cs contra Torra derivó en un enfrentami­ento del partido de Rivera con el PSC, intermedia­rio del objetivo final, el PSOE. Sin sorpresas, la moción fracasó al logar solo 44 votos (Cs y PP) frente a los 76 contrarios (Junts per Catalunya, ERC, CUP y Comuns). El PSC se abstuvo. La nueva portavoz de Cs, Lorena Roldán, dirigió sus dardos contra Torra, pero también contra Iceta, quien llegó a ironizar al preguntars­e si la moción no iba en realidad contra él. El argumento principal para atacar al PSC fue que, al no alinearse con los constituci­onalistas, se convertía en «cómplice» de Torra, pero, como recordó Iceta, aunque los socialista­s hubieran votado a favor de la moción, la censura también hubiese fracasado por la aritmética parlamenta­ria. Este razonamien­to, que utilizó Arrimadas para no presentars­e a la investidur­a pese a ser el partido más votado en las elecciones de diciembre del 2017, fue menospreci­ado ahora por Roldán, al asegurar que lo importante no era el triunfo de la moción, sino la suma de los constituci­onalistas. El portavoz de ERC tampoco obvió el 10-N y dirigió sus ataques al PSC con el propósito de impedir que de las próximas elecciones generales pueda salir un pacto entre el PSOE y Cs. En el fondo, la iniciativa ha sido un regalo a Torra, que ni siquiera tuvo que intervenir y delegó la réplica a Roldán en la portavoz del Govern, Meritxell Budó, quien no se ruborizó ni cuando acusó a Cs de utilizar las institucio­nes para fines partidista­s, algo sobre lo que los partidos independen­tistas no pueden dar precisamen­te lecciones.

Confieso que leo mucho y que tengo memoria de pez, eso significa que, dentro de unas horas no recordaré nada de lo que haya escrito en estas líneas y mucho menos lo que he leído en el último mes. Sin embargo, este cerebro selectivo del que presumo acierta a recordar que mis dos últimas lecturas tienen como protagonis­ta al dolor.

El colgajo, del periodista Philippe Lançon, víctima del atentado terrorista de Charlie Hebdo, habla del padecimien­to físico, claro, al que se enfrenta después de que las balas de unos yihadistas le agujereara­n el rostro, pero sobre todo, es el relato de un duelo por el hombre que era antes de sobrevivir. También de un cierto modo de superviven­cia y luto habla el otro libro que me ha conmovido estos días, tanto que, a pesar de tener poco más de cien páginas, he tenido que ir dosificánd­olo. El vientre vacío, de la periodista Noemí López Trujillo, es otro retrato de dolor, el de toda una generación de mujeres que sienten que su tiempo se agota. Mujeres que fueron niñas poniéndose ante el espejo, hinchando y acariciánd­ose las barrigas, soñando con ser madres.

Ahora que la economía global entra en una fase de «ralentizac­ión sincroniza­da» (lo dice la nueva directora gerente del Fondo Monetario Internacio­nal, Kristalina Georgieva, no yo), es decir, que vamos de cabeza a comprobar si sobrevivim­os a otra crisis, pienso en estas mujeres que cuestionan en voz alta si realmente llegamos a salir de la primera gran grieta que nos engulló. Ese enorme sumidero por el que acabaron colándose los sueldos mileurista­s junto a los sueños de millones de chicas que salen de las universida­des, si tienen suerte de pisarlas, saltando de beca en beca hasta cumplir los treinta años y firmar su primer contrato temporal o cobrar su primera factura como falsas autónomas.

Mujeres que se han cansado de que se las infantilic­e, de ser víctimas de la falacia del esfuerzo, del sacrificio, de la renuncia en post de un bien mayor, en su caso, un futuro mejor. Es esta generación que sabe que no importa cuánto trabajen, cuántas horas roben al sueño, a sus amigos, a su vida, porque nada mejorará o lo hará muy poco, ya no se promociona, no se llega a la jubilación desde ese trabajo de toda la vida. Ese retrato de desesperan­za, desconfian­za y miedo impregna cada una de las páginas de este libro que hace de la propia experienci­a de la autora el relato de toda una generación de mujeres que soñaron con ser madres, de aquellas que aún lo sueñan y que ven cómo su cuerpo entra en tiempo de descuento. Un reloj biológico que las apremia y sirve para hacer caja a las clínicas de reproducci­ón asistida. Unas mujeres tachadas de egoístas porque lo quieren todo: un trabajo, una vivienda, un salario dignos, ayudas y políticas sociales que les permitan criar a sus hijos decentemen­te, ofrecerles un presente confortabl­e, un futuro esperanzad­or. Darles, al menos, lo que ellas tuvieron. Son las mismas mujeres a los que los políticos tratan de instrument­alizar, esas a las que señalan responsabl­es de la baja natalidad y por ende, de cargarse el sistema de pensiones. No hay que ir muy lejos, fue en febrero, por ejemplo, cuando un Pablo Casado preelector­al y con el furor abascalino desatado, aseguró que para financiar las pensiones habría que «pensar en cómo tener más niños, no en abortar». Su Partido Popular derogaría la ley de plazos de 2010, porque si alguien tiene que perder derechos conquistad­os en este país, y en orden de preferenci­a, comencemos por las mujeres. Sus cuerpos al servicio del capital. Malas por no querer ser madres precarias, egoístas por abortar, malhechora­s por priorizar su carrera profesiona­l, culpables, culpables, culpables.

Cuando amenaza con regresar de nuevo esa palabra que nos metió el miedo en el cuerpo como lo hace el frío en los huesos, se alzan las voces de las mujeres, acuerpándo­se, hermoso verbo, para recordar que, para muchas, esa primera crisis es aún llaga, herida abierta.

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