Dicho lo cual
Últimamente oigo a todas horas esta expresión, especialmente en boca de políticos de todos los partidos y tertulianos de todas las convicciones: «dicho lo cual». Sueltan una parrafada introductoria y a continuación, antes de llegar al quid de la cuestión, en lugar del «pero» de toda la vida, anuncian: «dicho lo cual». Con lo cual, si como dijera el noble Ned Stark de Juego de tronos, «todo lo que viene antes del «pero» es mierda», se lo podían haber ahorrado, pero así dan la impresión de ecuanimidad que buscan transmitir.
Este «dicho lo cual» hermana en una misma uniformidad de lenguaje (y, por tanto, también de pensamiento, pues los límites de nuestro lenguaje, como dijo Wittgenstein, son los límites de nuestro pensamiento, y de ambas cosas andamos cada vez más limitados) a Cuca Gamarra y Gabriel Rufián, al periodista de El País y al que escribe para La Razón.
Es más, a todos estos redichos locuaces les encanta esa expresión porque les da tiempo para soltar su monólogo, que es a lo que nos han acostumbrado las redes sociales: no a debatir y escuchar mirando a la cara de nuestro interlocutor, sino a explayarnos frente a la pantalla, como frente a un espejo, en un ejercicio de narcisismo descontrolado.
La inteligencia artificial llegará por mera convergencia: las máquinas son cada vez más inteligentes, mientras que las personas somos cada vez más idiotas, ya que la mayoría prefiere dejar las operaciones mentales a sus smartphones, sus teléfonos inteligentes. Por ello, a cualquier robot se le podría insertar un comando para que suelte un «dicho lo cual» y aparezca como un autorizado tertuliano, que sabe cómo hay que hablar.
El aplanamiento lingüístico precede al encefalograma plano. Recuerdo a un supuesto crítico literario (cuyo método en realidad consiste en reproducir las solapas de los libros que «reseña», en un copia y pega que seguramente penalizaría en sus alumnos) que ensalzaba a un autor precisamente por ser previsible. Decía ese crítico que a estas alturas de su vida, estaba cansado de experimentos verbales y solo apreciaba «el poema bien hecho», vamos, con su soniquete «a sílabas cuntadas, ca es grant maestría», como dijo Gonzalo de Berceo. Tampoco hemos avanzado tanto desde la Edad Media. Elogio del conformismo y de no salirse de los caminos trillados, como tren que va por su raíl y llega a su destino sin incidencia. Un elogio que encantará a los algoritmos de Amazon, que nos indican que, si nos gustó tal libro, nos gustará este otro, en una industria que nos encadena a nuestras rutinas y nos priva del placer de la sorpresa, de lo inesperado. No extraña: no hay nada que moleste más a la economía que lo inesperado, lo que rompe con las previsiones y la estabilidad del establo del ganado en el que nos hemos convertido, productor de sus ganancias, y bien que nos ordeñan.
La inteligencia artificial llegará por convergencia: las máquinas son cada vez más inteligentes, mientras que las personas, cada vez más idiotas
Así, de cara a la galería, grandes editoriales como Tusquets se pueden permitir tener a un Hidalgo Bayal (mientras solo sea uno) que les dé prestigio por escribir bien, aunque venda menos que los que no escriben tan bien, pero les llenan la caja.
Hace poco se dio una noticia que, en medio de la pandemia, pasó algo desapercibida: en un experimento costeado por el millonario Elon Musk se había implantado a un cerdo un chip en el cerebro, chip conectado a un ordenador. El objetivo último, según se decía, era poder grabar nuestros recuerdos y así nos ahorraríamos el esfuerzo de recordar y olvidar, la construcción de una memoria personal que nos configura como humanos. Ríete tú de Proust y de su busca del tiempo perdido, cuando según Musk en el futuro podremos intercambiar los recuerdos como cromos o como fotos de instagram. Quizá no sea tan difícil, cuando todo el mundo piense y hable igual. Dicho lo cual.