Hasta siempre, maestro
profesión de enseñante («de niños», matiza), lo avocaron a ejecutar la decisión de jubilarse, a pesar de su deseo de continuar y de que, «los muchachinos» (entre otros motivos) postergaran este momento. Y es que todos sabemos que enseñar también es aprender.
¿Quién no ha tenido un maestro inolvidable? En mi caso, María Heras, doña Maruchi, a quien íbamos a buscar a la puerta de su casa cuando la jornada escolar era partida y, deseábamos tanto pasar tiempo con ella, que la acompañábamos en el trayecto al colegio chinato Fray Alonso Fernández. Siempre impecable, con su pelo perfectamente lacado, sus labios pintados de rojo y esa delgadez que ha conservado todos estos años. Porque enseñar es acompañar al alumno en su camino hacia el cosu
nocimiento y despertar la curiosidad para hacerlo. Y esto, a través de una pantalla o tras una mascarilla, inevitablemente, desvirtúa su verdadera esencia.
En mi opinión, desde el inicio de la pandemia, no se ha valorado convenientemente la labor docente, aunque haya habido de todo como en la viña del Señor. Casos familiares y otros cercanos me han mostrado la realidad de trabajar haciendo malabares en un complicado escenario improvisado, mientras además, debían hacer frente a una constantemente variable burocracia añadida a su labor diaria.
Soy consciente de que conciliar responsabilidades como docentes, padres trabajadores, cuidadores, etc., es la tarea más difícil antes jamás presentada. Por ello apelo a la palabra más repetida últimamente, paciencia, sin perder de vista el común objetivo: lo mejor para los niños.
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