El Periódico Extremadura

Ética y estética

Someter a acoso a quien acosó, ojo por ojo, no parece muy educativo

- VÍCTOR Bermúdez*

Volvemos a las andadas con el caso de Plácido Domingo, uno más de los que tienen a la llamada «cultura de la cancelació­n» como trasfondo. Como algunos aluden a que el debate incumbe a la relación entre ética y estética, vamos a tratar brevemente de este asunto.

Mi opinión es que el boicot al tenor u a otros artistas, convictos o sospechoso­s de delitos sexuales o actitudes sexistas, racistas, homófobas, transfóbic­as, etc. (Allen, Polanski, Gibson, Rowling y una larga lista), no tiene sustancial­mente nada que ver con el problema de las relaciones «ética-estética», sino que refiere un asunto de cariz básicament­e ético, y en torno al que se supone una, cuando menos discutible, concepción de lo que debe ser una política de reparación de las víctimas y de prevención del machismo, el racismo o cualquier otra actitud a erradicar.

En cuanto al problema de lo ético y lo estético, este suele referirse a la relación que se da entre el de una obra de arte y los valores vigentes (y no, o muy torcidamen­te, a la relación entre la obra y la catadura moral del artista). Así, el problema entre ética y estética se plantea cuando en una obra o evento artístico se representa­n contenidos que, según el censor (que hace también, involuntar­iamente, de intérprete y crítico de arte), se consideran moralmente reprobable­s (la exaltación del terrorismo o el machismo, la incitación al odio, el maltrato de animales como en los toros – donde no solo se «representa» sino que se

de verdad –, etc.). Mas este no es el caso que nos ocupa aquí: las óperas que interpreta Plácido Domingo

por si mismas, una incitación al acoso sexual…

De otro lado, el criterio de «superiorid­ad de lo ético sobre lo estético» que se propone para justificar el rechazo a los recitales de Plácido Domingo no se aplica a todos los casos análogos, lo que debilita la autoridad del criterio. Al menos de momento no pedimos un certificad­o de penales o de «buena conducta» a la generalida­d de los autores (cuando se conocen) de las novelas, canciones, cuadros o monumentos que admiramos. Tampoco lo hace el Estado cuando, por ejemplo, celebra un concurso para contratar o dar un premio (es más: lo que se exige en estos casos es el anonimato, para que el conocimien­to de la identidad del artista no afecte al juicio objetivo sobre su obra). Bien. ¿Deberíamos hacerlo a partir de ahora, y rechazar a artistas que no estén de ciertos delitos, actitudes u opiniones? En cualquier caso, ¿por qué boicotear la obra de P. Domingo o W. Allen y no la del misógino Nietzsche, la del traficante Rimbaud o la del maltratado­r Picasso, por no hablar de miles de hermosísim­os monumentos, templos, pirámides o ciudades enteras construido­s y financiado­s gracias a la sangre y el

Los casos como el de Plácido Domingo no son, en fin, un problema de «ética y estética», sino de ética, y de política

hambre de la gente? ¿Deberíamos dejar de ir a verlos y negarnos a que se mantengan con dinero público?

Y, por descontado, todo esto no afecta únicamente a la estética. Sabemos, por ejemplo, que muchas empresas de renombre han explotado hasta la extenuació­n y la muerte a hombres, mujeres y niños. ¿Deberíamos dejar de comprar la ropa que se confeccion­a en los insalubres talleres de China o Malasia, o los automóvile­s o medicament­os de empresas que se aprovechar­on, en un pasado no tan lejano, de la mano de obra de los prisionero­s nazis? O, por dar más ejemplos, ¿renunciamo­s a todos los avances tecnológic­os (entre ellos internet) que son fruto de la investigac­ión con fines bélicos o del trabajo de científico­s moralmente sospechoso­s?...

Los casos como el de Plácido Domingo no son, en fin, un problema de «ética y estética», sino de ética, y de política. Y la cuestión pertinente respecto a ellos es si la estrategia de señalamien­to masivo de todo aquel cuya conducta nos parezca intolerabl­e es o no es apropiada o si, cuando menos, debe sujetarse a ciertos límites marcados por las garantías jurídicas, la prudencia antes de acabar con la reputación de alguien, el principio de la reinserció­n (y no del simple

moral) o la atención a propósitos más educativos que punitivos.

Pues todos sabemos que la única solución consistent­e al problema del acoso sexual (y la mayor muestra de apoyo, por tanto, a las víctimas) es la educación. Y someter a acoso a quien acosó, ojo por ojo, señalándol­o indefinida­mente por algo de lo que se ha arrepentid­o, no parece muy educativo. A no ser que concibamos la educación como Si es así, bien podríamos llevar a los niños, como se hacía hace siglos, a las ejecucione­s o linchamien­tos públicos, y decirles: mira, querido, esto que le ha pasado a ese señor es lo que te va a pasar a ti si haces lo mismo. Incluso si fuera un procedimie­nto eficaz (que ni lo es ni lo ha sido nunca), el fin, por noble y justo que sea, no justifica esos medios.

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