Ascenso y caída del malogrado William Lindsay Gresham
Sajalín recupera `El callejón de las almas perdidas', la novela que Guillermo del Toro ha llevado al cine
La vida de William Lindsay Gresham acabó un mal día de septiembre de 1962 en un mugriento hotel del sur de Manhattan de una sobredosis de pastillas. Tenía 53 años, le habían diagnosticado un cáncer de lengua y arrastraba una larga y trabajada trayectoria de alcoholismo. El cuerpo lo encontró un botones 24 horas después de que se hubiera inscrito con otro nombre. Y sin embargo, el difunto había sido años atrás un escritor de fama y dinero gracias a una novela única, El callejón de las almas perdidas, que solo un año después de su aparición en 1946 llegó a Hollywood para convertirse en una de las películas más extrañas y desagradables jamás rodadas allí, una historia sórdida de vidas miserables –incluso para los parámetros poco amables de un Horace McCoy o un Jim Thompson– sobre un mentalista de feria ambulante que escala fugazmente hasta la alta sociedad como vidente para descubrir que la monstruosidad se exhibe en las ferias y se oculta entre la gente bien, pero existe en ambos lugares.
El éxito que le trajo esta rareza –su debut en la ficción, hoy objeto de culto y rescatada de nuevo por el sello Sajalín en ocasión de la actual adaptación de Guillermo del Toro– fue instantáneo, aupada por el morbo de un lenguaje callejero y procaz y unas imágenes que hipnotizaban por lo que entonces era de un considerable mal gusto: el horror explícito. Esa fue la cumbre de Gresham, un tipo que conocía de primera mano los ambientes sucios y sórdidos de aquella obra, pero la buena recepción ya no se repetiría. Con el resto de sus libros cayó de fracaso en fracaso hasta llegar a lo más bajo como oscuro autor de literatura pulp, el infierno de todo escritor con ambiciones. Su último trabajo, un manual de gimnasia destinado a los niños.
Si hubiera que aislar dos momentos seminales de aquella extraña novela, el primero se gesta en sus visitas infantiles a Coney Island, donde se acuñó su fascinación por las ferias tenebrosas que tan buenos réditos han dado a las ficciones con Stephen King o Ray Bradbury, sin olvidar la serie Carnivale. En la feria de Brooklyn, el pequeño Gresham vio un repulsivo espectáculo en el que se mostraba al público a un hombre de cuyo abdomen colgaba un gemelo parasitario, del tamaño de un niño de dos años, un cuerpo sin cabeza ni órganos propios, vestido con un llamativo trajecito a medida y unos zapatitos de charol.
La otra historia es más definitoria y está emparentada con la trayectoria política de Gresham, convencido comunista que en 1936 fue a España con las brigadas internacionales. Allí oyó la historia de un alcohólico que se exhibía descabezando pollos vivos a mordiscos a cambio de una botella de vino. Durante años le acompañó esa imagen con la que abrió y cerró la novela, que fue apuntalando con otras de sus obsesiones: la lectura de las cartas del tarot, el psicoanálisis freudiano y un miedo profundo a la propia destrucción.
En la biografía de Gresham hay otro relato colateral que merece ser contado, y que funciona independientemente a modo de spin off.
Cuando regresó de la contienda española, con dos matrimonios fracasados a su espalda y una potente neurosis, estaba preparado para casarse una tercera vez. Lo hizo con una poeta de clase alta, Jay Davidson, con la que compartía inclinaciones políticas. Tuvo con ella dos hijos y se fue a vivir a Ossining, una localidad residencial a las afueras de Nueva York.
Casi de un día para el otro, Jay, judía de origen, experimentó una conversión al cristianismo, gracias a las lecturas del británico C. S. Lewis, más famoso entonces por sus ensayos espirituales que por los libros infantiles de los mundos de Narnia por los que sería mundialmente reconocido. Jay, que arrastró a Grisham brevemente a la fe cristiana, acabaría divorciándose de él, para ir a vivir con el solitario y asexual Lewis, como ilustra la película Tierras de penumbra.
Gresham sobrevivió dos años a su ex. Como relata Nick Tosches en el prólogo de la edición de Sajalín, en un bolsillo de su cadáver se halló una enigmática tarjeta de visita donde se presentaba como «retirado», «sin dirección», «sin teléfono», «sin trabajo» y «sin dinero».