El Periódico Extremadura

El Palentino

Y miran la hora en relojes de pulsera

- FERNANDO

La peletería está en liquidació­n. Con sus pieles de siempre y su fututo de nunca. Grandes cartelones anuncian el cierre. Hubo un tiempo en que tener un abrigo de visón era parte del ansia de vivir (y progresar). Eso fue antes de IKEA y de las pantallas táctiles. Los visones han envejecido, pero a su ritmo, lentamente. Antes todo era más lento. El amor y la poesía. Ahora todo envejece rápido, también las pantallas táctiles y los muebles de IKEA.

Yo he sido más bien de astracanes. He asociado la elegancia a los abrigos de astracán de las señoras. Candela tiene un astracán negro de segunda mano. Candela dejó de ser elegante hace mucho tiempo (si es que algún día lo fue). Candela vive sola en un segundo sin ascensor. Y le cuesta. Le va costando la escalera y la vida. Aquí, los portales huelen a humedad. Candela abre todos los días el buzón como si esperara postal de sus sobrinos. A estas alturas no sabe siquiera dónde viven los sobrinos que tuvo. Con uve. Con uve de derrota.

Candela compra todos los días en El Palentino. El Palentino es una página del pasado desgajada del libro de la Historia. Además de eso es un ultramarin­os, y una frutería y un bar y un salón de juegos y otro porroncito de otras cosas para las que no necesita licencia fiscal. El Palentino tiene un cristal roto y el luminoso averiado. El Palentino respira mal. Al fondo, los hombres charlan mientras beben. Aquí se bebe. Y se charla. Despacio. Un chato da para una mañana. El fondo es oscuro. La cafetera de museo. Las mesas piden mus y los hombres farias. Cinco hombres y el Palentino. Solo hombres. Un local pequeño, arrumbado en una calle oscura. En el escaparate los últimos turrones. Y polvorones. Y el cristal apuntalado con cinta de carrocero. Nada más entrar, a la derecha una vitrina frigorífic­a con morcillas de Burgos y menos yogures que en mi nevera. Poco más. A la izquierda las cajas de fruta. Como para ir tirando. Naranjas de Valencia y plátanos de Canarias. El calendario de María Auxiliador­a y un cartelito ajado por el paso de los decenios que anuncia cecina de León. En El Palentino está España. Hay respigos de Colindres y octavillos de anchoas de Santoña. En El Palentino las regiones de España conviven en paz, aunque se venda más sidra que cava. Él, el Palentino, con los trienios desbordado­s y el mandil cosido al alma, mira y calla mientras espera. A estas horas de la mañana los parroquian­os no juegan al mus. Escondidos en lo oscuro ven pasar a la gente por la calle. Y miran la hora en relojes de pulsera. Sobre la cafetera, en baldas, las botellas de anís de Rute, cubiertas de polvo, esperan. Huele a humedad. En eso entra Candela con su astracán y sus penas. Hoy no ha tenido correo. El Palentino ya sabe a por qué viene. Un cuarto de ahumado; no es Idiazábal, pero como si lo fuese. Dos naranjas. Tres sobaos. Y cuatro palabras. Sobre todo, a por las cuatro palabras. ¿Qué tal señora Candela? ¿Recibió noticias de sus sobrinos? Sí, hoy, hoy me ha llegado una postal de Salou. Y ya está, porque cuatro palabras no dan para más. Ni la pensión. Ni El Palentino. Hoy, al salir, Candela repara en un cartelón en el escaparate que casi tapa los turrones: un papel de estraza en bonita caligrafía anuncia que El Palentino cierra. Como la peletería. Como la calle. Como las vidas que terminan. Candela siente que ya no le quedan fuerzas para subir al segundo y hasta el negro del astracán le pesa. Le pesa ser viuda. Le pesa estar encerrada en el pasado y saber que no hay futuro para ella. Y ahora le pesa también que ya no tendrá con quien comentar lo del correo. Le pesa que le hayan robado las únicas cuatro palabras de cada día.

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