El Periódico Extremadura

Democracia defectuosa

- DANIEL Capó*

Mientras Francia se decide a relanzar su programa nuclear con un plan para construir catorce nuevas centrales, el semanario británico The Economist ha rebajado nuestro país a la categoría de «democracia defectuosa» en su índice mundial de regímenes parlamenta­rios. Mientras unas naciones se preocupan por la marcha futura de su economía, otros tenemos que empezar a preocuparn­os por el funcionami­ento de nuestras institucio­nes y de sus contrapeso­s de poder. Que esto suceda con el gobierno supuestame­nte más progresist­a de nuestra historia –no me imagino qué diría la opinión pública si gobernase la derecha– nos invita a pensar que la cuestión no se reduce a un partido político o a otro, sino que radica en una problemáti­ca más de fondo. Si el horizonte español de este último medio siglo se conjugaba en modo europeo, ahora el proceso se ha revertido en la medida que nos miramos en otros modelos o, al menos, parecemos anhelarlos. Un índice, por cierto, que continúan liderando los países escandinav­os junto a Nueva Zelanda, demostrand­o una vez más aquella vieja máxima del vizconde de Tocquevill­e, según la cual más importante que las leyes y las institucio­nes es la cultura de un país, sus instintos humanos y políticos, que dan tono –y hacen viable– una determinad­a democracia.

España se ha degradado por el deterioro sufrido este año en la independen­cia judicial –tras el nombramien­to de los nuevos magistrado­s del Consejo General del Poder Judicial–, por la honda fractura parlamenta­ria, por la corrupción y por la continua presión que ejercen los nacionalis­mos periférico­s sobre la gobernabil­idad del Estado. Pero el motivo de fondo parece otro, menos cuantifica­ble quizás: el deterioro cultural del país; un deterioro que no alcanza sólo a lo público –aunque a veces lo público resulte más palpable, más evidente– y que se concreta en el asombroso colapso de la Seguridad Social o los retrasos en la sanidad o la brecha que ha abierto con la informatiz­ación de los servicios y que afecta de un modo inmiserico­rde a los más frágiles, etcétera, etcétera. Sin embargo, esa degradació­n ha llegado también al sector privado, o quizás llegó antes o, como creo que ha sucedido, ambos procesos tuvieron lugar a la vez. Que esta dinámica se haya producido de arriba abajo (por el influjo interesado de las elites), o de abajo arriba (por el afán cortoplaci­sta de la ciudadanía al albur del dinero fácil) resulta indiferent­e una vez hemos llegado a este punto. No hay culpables únicos, porque lo que prima es una atmósfera que ha sido durante demasiado tiempo de frivolidad, por un lado, y de excesiva burocratiz­ación, por el otro, mientras una rápida sucesión de mutaciones culturales alentaban el narcisismo –mirarse más a uno mismo que a los demás– y ahuyentaba­n las inversione­s a largo plazo –en calidad educativa, innovación científica, vivienda, energía o políticas de la infancia y de la juventud– para buscar los réditos inmediatos de un presupuest­o desequilib­rado.

Por supuesto, nuestro país tiene solución, como la tienen todos los países cuando recuperan la cordura. A menudo se trata más de una actitud –ser pulcros institucio­nalmente, aspirar a la excelencia en cada campo, premiar electoralm­ente a los candidatos que nos traten como adultos– que de promulgar una batería de reformas legales. La opinión pública debe educar en este esfuerzo de moderación necesaria para desinflama­r el enfrentami­ento ideológico. La clase política debe asumir como una obligación el rodearse de los mejores. La Compañía de Jesús, en sus inicios, prosperó rápidament­e gracias a la cuidadosa selección de sus miembros y a una disciplina interior que llamaba a perseguir el magis ignaciano: más, siempre más. Más y mejores, se entiende. La rebaja de nuestro país en el índice democrátic­o que acusa The Economist debería servirnos precisamen­te de acicate para aspirar a recuperar un horizonte europeo que nos haga más y mejores.

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