Democracia defectuosa
Mientras Francia se decide a relanzar su programa nuclear con un plan para construir catorce nuevas centrales, el semanario británico The Economist ha rebajado nuestro país a la categoría de «democracia defectuosa» en su índice mundial de regímenes parlamentarios. Mientras unas naciones se preocupan por la marcha futura de su economía, otros tenemos que empezar a preocuparnos por el funcionamiento de nuestras instituciones y de sus contrapesos de poder. Que esto suceda con el gobierno supuestamente más progresista de nuestra historia –no me imagino qué diría la opinión pública si gobernase la derecha– nos invita a pensar que la cuestión no se reduce a un partido político o a otro, sino que radica en una problemática más de fondo. Si el horizonte español de este último medio siglo se conjugaba en modo europeo, ahora el proceso se ha revertido en la medida que nos miramos en otros modelos o, al menos, parecemos anhelarlos. Un índice, por cierto, que continúan liderando los países escandinavos junto a Nueva Zelanda, demostrando una vez más aquella vieja máxima del vizconde de Tocqueville, según la cual más importante que las leyes y las instituciones es la cultura de un país, sus instintos humanos y políticos, que dan tono –y hacen viable– una determinada democracia.
España se ha degradado por el deterioro sufrido este año en la independencia judicial –tras el nombramiento de los nuevos magistrados del Consejo General del Poder Judicial–, por la honda fractura parlamentaria, por la corrupción y por la continua presión que ejercen los nacionalismos periféricos sobre la gobernabilidad del Estado. Pero el motivo de fondo parece otro, menos cuantificable quizás: el deterioro cultural del país; un deterioro que no alcanza sólo a lo público –aunque a veces lo público resulte más palpable, más evidente– y que se concreta en el asombroso colapso de la Seguridad Social o los retrasos en la sanidad o la brecha que ha abierto con la informatización de los servicios y que afecta de un modo inmisericorde a los más frágiles, etcétera, etcétera. Sin embargo, esa degradación ha llegado también al sector privado, o quizás llegó antes o, como creo que ha sucedido, ambos procesos tuvieron lugar a la vez. Que esta dinámica se haya producido de arriba abajo (por el influjo interesado de las elites), o de abajo arriba (por el afán cortoplacista de la ciudadanía al albur del dinero fácil) resulta indiferente una vez hemos llegado a este punto. No hay culpables únicos, porque lo que prima es una atmósfera que ha sido durante demasiado tiempo de frivolidad, por un lado, y de excesiva burocratización, por el otro, mientras una rápida sucesión de mutaciones culturales alentaban el narcisismo –mirarse más a uno mismo que a los demás– y ahuyentaban las inversiones a largo plazo –en calidad educativa, innovación científica, vivienda, energía o políticas de la infancia y de la juventud– para buscar los réditos inmediatos de un presupuesto desequilibrado.
Por supuesto, nuestro país tiene solución, como la tienen todos los países cuando recuperan la cordura. A menudo se trata más de una actitud –ser pulcros institucionalmente, aspirar a la excelencia en cada campo, premiar electoralmente a los candidatos que nos traten como adultos– que de promulgar una batería de reformas legales. La opinión pública debe educar en este esfuerzo de moderación necesaria para desinflamar el enfrentamiento ideológico. La clase política debe asumir como una obligación el rodearse de los mejores. La Compañía de Jesús, en sus inicios, prosperó rápidamente gracias a la cuidadosa selección de sus miembros y a una disciplina interior que llamaba a perseguir el magis ignaciano: más, siempre más. Más y mejores, se entiende. La rebaja de nuestro país en el índice democrático que acusa The Economist debería servirnos precisamente de acicate para aspirar a recuperar un horizonte europeo que nos haga más y mejores.