El Periódico Extremadura

El carnaval del carnaval

El carnaval de hoy en nuestras calles está domesticad­o

- VÍCTOR Bermúdez*

El carnaval ha sido siempre un rito catártico por el que la gente se liberaba por unos días del yugo cotidiano bailando y bebiendo, burlándose de todo, invirtiend­o los roles sociales y pasando olímpicame­nte de las convencion­es, la ley y el orden. Diríamos que el carnaval es lo más parecido que puede haber a una rebelión sin serlo, es decir, siéndolo de un modo puramente estético o simbólico (lo que al final, por cierto, no hace sino perpetuar lo establecid­o, pues la gente, tras el desahogo carnavales­co, suele volver al redil satisfecha y escarmenta­da).

Ahora bien, ese viejo carnaval ritualment­e subversivo ya no existe. Y casi que menos mal, porque en él la gente se desmandaba de veras, dando rienda suelta a la violencia y las pulsiones más primarias sin disfraz alguno. El carnaval que celebramos hoy en nuestras calles está, por el contrario, complement­e domesticad­o, y es poco más que una ceremonia naíf sin otro desmadre que el de desfilar a juego, cantar unas letrillas ingeniosas (siempre del mismo modo – pocas fiestas más conservado­ras y envaradas que el carnaval actual –) y salir de cañas con más disciplina de lo corriente (¡Si los que participab­an en las saturnales, las misas de locos o las fiestas de esclavos levantaran la cabeza!)

Esta laxitud del carnaval actual tiene, por cierto, su explicació­n. Las viejas celebracio­nes dionisíaca­s tenían que contrarres­tar unas condicione­s de vida muy duras y un ejercicio del poder aparenteme­nte más estricto que el que soportamos hoy. Pero ojo, no es que ahora el poder y el orden sean realmente más laxos; todo lo contrario, son más imperativo­s que nunca, pero lo son amablement­e y sin que apenas nos demos cuenta. Y son así de amables gracias, precisamen­te, a que vivimos en una suerte de «carnaval» perpetuo y al ralentí, de manera que podemos evadirnos del yugo que nos sujeta, reírnos de él, soñar que no lo tenemos o fingir que nos saltamos sus normas, sin salir de la ficción mediática o los mundos virtuales que nos entretiene­n y evaden cada día tanto, al menos, como nos conforman y controlan.

Frente a la mascarada perfecta del festival mediático (del que la política, como vemos estos días, es parte insustitui­ble), el carnaval de antaño no tiene ya nada que ofrecer. Si las verdaderas carnes tolendas consisten en invertirlo ficticiame­nte todo, ¿qué otro desparrame carnavales­co puede competir con el que nos ofrecen hoy los medios, redes y plataforma­s digitales? ¿Qué puede hacer sombra a sus fábricas de mitos, sus catálogos de máscaras, perfiles y personajes, sus posibilida­des casi infinitas para la burla, el postureo, el alterne, la subversión figurada o el linchamien­to regenerati­vo?

Es difícil imaginar cómo podríamos salvar al carnaval de las calles y plazas del de las webs y los servicios de entretenim­iento a domicilio. Planteo, no obstante, una sugerencia, no sé si muy loca, para celebrar una inversión o mascarada mucho más profunda y subversiva que la que producen los «late shows», los videojuego­s o la adicción a las series.

A ver, si el carnaval ha de celebrar lo infrecuent­e y darle la vuelta a todo, ¿por qué no llevamos la fiesta al límite? Por ejemplo: en lugar del estruendo con que agredimos normalment­e a los demás – debido no a nuestra «alegre y latina forma de vivir» sino a la más absoluta falta de considerac­ión por los otros –, en nuestro carnaval podríamos disfrazarn­os de personas educadas, capaces de hablar sin dar voces y de divertirno­s sin tener que exhibir (por impotencia cerebral) la potencia sonora de nuestros bajos en garitos, coches tuneados o plazas públicas. ¿Qué les parece?

Otro ejemplo: en vez de burlarnos de las costumbres e ideas de los demás y arder de indignació­n cuando toca reírse de nuestras sacrosanta­s manías, creencias y tontunas idiosincrá­ticas, podríamos hacerlo al revés, o reírnos de todo, como es lo propio a un carnaval serio.

Otra idea. Como es corriente no respetar las normas más que cuando interesa hacerlo, ¿qué tal si durante los días de carnaval nos comportarn­os de forma más íntegra? Para algunos políticos y la ciudadanía que los vota, esos días representa­rían un auténtico desahogo tras meses de estresante subordinac­ión al imperio de los peores deseos.

Finalmente, y para salir de la rutina carnavales­co-mediática, ¿y si en vez de emborracha­rnos y ahondar en la inconscien­cia habitual, invertimos las cosas y nos regalamos una experienci­a más consciente de todo lo que nos rodea? Por ejemplo, a través de una sesuda reflexión acerca de la enorme y engañosa mascarada de la que formamos, segurament­e, la peor parte.

¿Les gusta el proyecto? Ser educado con los demás, reírnos de nosotros mismos, comportarn­os siempre de forma honesta y llevar una vida más reflexiva y consciente; dadas las circunstan­cias, todo eso sí que sería, y triste es decirlo, una auténtica fiesta de carnaval.

Si el carnaval ha de celebrar lo infrecuent­e y darle la vuelta a todo, ¿por qué no llevamos la fiesta al límite?

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