Una mejor regulación
El servicio doméstico, como actividad económica, estuvo regulado desde mediados del siglo XIX, salvo un breve periodo de pocos meses en 1931, por la legislación civil. Se concebía como una relación comercial libremente consentida entre personas individuales. El Estatuto de los Trabajadores (1980), que reconoce el servicio doméstico como relación laboral, le otorga un «carácter especial» por estar basado en la «mutua confianza entre las partes» más que en unas condiciones de trabajo previamente negociadas, por eso se quedó fuera de la protección plena del Derecho del Trabajo. El RD 1424/85 no atajaba las circunstancias sociales de fondo y absolutamente asimétricas entre las partes. El RD 1620/11, que entró en vigor en 2012, tampoco lo hizo: el centro de trabajo es el domicilio familiar, por tanto, los trabajadores permanecen aislados y ocultos; el empleador es siempre un particular, no cabe negociación colectiva; el trabajador, la mayoría de las veces trabajadora, ocupa un lugar en el contexto de relaciones sociales en el interior del hogar, al que no es ajeno el valor social de «hacerse servir», y que le imponen polivalencia de funciones y permanencia horaria casi continuada; la pérdida de confianza del empleador es motivo justificado de despido; la Inspección de Trabajo, por la inviolabilidad del domicilio, nunca podrá conocer in situ las condiciones reales en las que se desempeña el trabajo; se recuperó la vieja arbitrariedad legal de cotizar a la Seguridad Social por cuenta ajena pero en nombre propio, galimatías jurídico que dejará sin protección social a la mayoría de estas trabajadoras. Que España suscriba el Convenio 189 de la OIT, vigente desde 2011, no va a cambiar demasiado las cosas: la cotización por desempleo será una rareza más de este sector productivo.