El día que terminó la Guerra Civil
«Hoy termina la Guerra Civil», «acabó el franquismo». Así se expresaban algunos analistas políticos al comentar los resultados de las elecciones generales del 15 de junio de 1977. Eran tiempos de ilusión y miedo, de incertidumbre y valentía, de apasionamiento y racionalidad a la vez. Eran tiempos de libertad donde todo estaba por construir en medio de una dictadura que se deshacía internamente, pero cuya muerte no era segura, ni mucho menos. Torcuato Fernández Miranda, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, había trazado un plan para desmantelar el régimen desde dentro, aprovechando sus resquicios legales sin que la arquitectura jurídica se derrumbara estrepitosamente. Aquella sutil bomba de relojería acabaría estallando en noviembre de 1976, cuando las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política con la que se inició el cambio de régimen. Adolfo Suárez, al frente del gobierno, gestionó con audacia la profunda mutación política e institucional que acabaría expresándose en la Constitución de 1978.
En contra del criterio del propio Fernández Miranda y de otras importantes personalidades de aquel momento, el presidente Adolfo Suárez legalizó al Partido Comunista de España antes de las primeras elecciones generales, para hacer creíble un cambio político que no podría legitimarse si el primer partido de la oposición a la dictadura quedaba fuera del nuevo juego democrático.
Después vendría la negociación entre gobierno y oposición para establecer las reglas del juego de unas elecciones que se querían auténticamente democráticas, sin ninguna sombra de duda, pues se iba en serio hacia un sistema de libertades homologable al occidente europeo. Y allá fueron los españoles a las urnas, con la ilusión de la democracia por estrenar después de un invierno de cuarenta años. La mayoría optó por la moderación del centro derecha representado por UCD (165 diputados, a 11 de la mayoría absoluta) y por la «nueva política» que simbolizaba la chaqueta de pana de un Felipe González alejado de los desastres del 36, a los que remitía la imagen de Carrillo y la Pasionaria. Por eso, entre otras muchas causas, aquel joven PSOE obtuvo 118 escaños.
El PCE de Carrillo quedaba lejos del poder, sólo 20 diputados, compardajoz, tiendo furgón de cola con el conservador Manuel Fraga (16 escaños), padre de aquella «reforma imposible» que patrocinara el contradictorio gobierno de Carlos Arias Navarro. Fraga recordaba demasiado al franquismo, Carrillo a las pasiones enfrentadas de la Guerra Civil, pero
Suárez y González eran caras nuevas. «Cambio de régimen» y «nueva política», binomio engrasado que nutre las grandes mudanzas históricas.
Los resultados en Extremadura no fueron muy diferentes de los grandes números nacionales. UCD consiguió 8 diputados por Extremadura (4 en Badajoz, 4 en Cáceres) y el PSOE alcanzó 4 escaños (3 en Ba1 en Cáceres). Veinte extremeños, entre diputados y senadores, nutrieron aquellas Cortes constituyentes que dieron a España una Carta Magna sin sectarismos, que pretendía unir y no dividir, integrar en vez de segregar; una Constitución que no quería ser de partido, sino de país, con las ambigüedades y contradicciones lógicas de un texto consensuado donde todas las fuerzas políticas hubieron de ceder para ganar.
Cuando esos 20 extremeños han hablado de aquellas primeras elecciones generales y de aquellas Cortes constituyentes, hay ideas compartidas: «En 1977 y 1978, los objetivos fundamentales eran instaurar la democracia y elaborar la Constitución, y eso se consiguió. Los constituyentes fuimos a la política para ganar la libertad» (Juan Carlos Rodríguez Ibarra); «Entonces, todos éramos profesionales de distintos ámbitos, y nos metimos en política por vocación de servicio público. Ahora hay muchos que han hecho de la política su profesión» (Felipe Romero Morcillo); «Deberían exigir cinco años de alta en la Seguridad Social antes de ser cargo público» (Luis Ramallo García); «No quiero caer en el tópico de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero en lo moral hemos bajado mucho» (Enrique Sánchez de León); «Fue una época marcada por la ilusión y el miedo que tenía la gente, algo que al final resultó un buen maridaje» (Antonio Rodríguez Reguera); «Fue un momento ilusionante, nos llevábamos bien los de todos los partidos, porque compartíamos un objetivo: derribar a la dictadura» (Vicente Sánchez Cuadrado); «Entonces había mucha menos rivalidad política que ahora» (Pedro Cañada Castillo); «La política ha cambiado mucho desde entonces. Nuestra generación entró en ella por obligación moral» (Luis Yáñez-Barnuevo García).
La política como una obligación moral, marcada por aquel objetivo que definiera magistralmente Cicerón: «que la defensa de tus propios intereses e ideas redunde en el bien común». Mirando cuarenta y cinco años atrás suenan, nostálgicos, aquellos `Presuntos Implicados': «cómo hemos cambiado / qué lejos ha quedado / aquella amistad».